jueves, 21 de febrero de 2019


MONOGRAFÍAS FILOSÓFICAS CRÍTICAS IV



Patricio Valdés Marín


CONTENIDO

  1. Una metafísica del universo                       
  2. Las categorías metafísicas            
  3. Causalidad y estructuración                       
  4. La energía                         
  5. Energía cuantificada                      
  6. Contradicciones de la teoría general de la relatividad          
  7. Una cosmología                            
  8. La esencia de la vida                     
  9. El instinto de dominio – una teoría             
10. El sistema de la afectividad                       
11. El cerebro y la conciencia              
Lo epistemológico I - https://unihummono4.blogspot.com
12. La psiquis                                     
13. El discurso filosófico histórico                  
14. Una teoría del conocimiento I                     
Lo epistemológico II - https://unihummono5.blogspot.com                              
15. Una teoría del conocimiento II                                
16. Los límites del conocimiento humano         
17. Crítica de la ciencia a la epistemología filosófica    
18. La filosofía y la ciencia                              
19. El lenguaje                                    
Lo transcendente I - https://unihummono6.blogspot.com
20. Una cosmovisión               
21. Cuestiones religiosas                     
22. Dios                      
23. La eternidad           
24. La línea divisoria                
Lo transcendente II - https://unihummono7.blogspot.com
25. Reflexionando sobre el significado de la existencia de Jesús         
26. Jesús de Nazaret y el cristianismo                          
27. Breve historia de la humanidad y su relación con lo divino              
Lo socio-político I - https://unihummono8.blogspot.com
28. Antecedentes antropológicos de la sociedad         
29. El ser humano y la sociedad                      
30. Fundamentos antropológicos de la política            
Lo socio-político II - https://unihummono9.blogspot.com
31. La política              
32. La guerra               
33. El Leviatán y los Estados Unidos   
34. El derecho de propiedad privada   
35. La ética del capitalismo                 
36. La tecnología         
37. En el espíritu de El Capital de Karl Marx     
38. Las peculiaridades de la economía de los Estados Unidos     



12. LA PSIQUIS




El cerebro posee funciones propias que son psicológicas y son de tres tipos diferenciados: cognitivas, afectivas y efectivas. Estas funciones producen estructuras psíquicas. Sus existencias pertenecen a los impulsos electroquímicos que se dan entre las neuronas y de modificaciones proteicas en las sinapsis. En este continuo fluir de impulsos y en la incesante actividad cerebral se estructuran los contenidos de conciencia, las emociones y sentimientos y los instintos y la voluntad. Como toda estructura, sigue los principios de estructuración que se sintetizan en escalas sucesivas e incluyentes. El conjunto de diversas estructuras psíquicas se unifican en la conciencia.



Psicoanálisis y teoría



Hace ya algo más de cien años que Sigmund Freud (1856-1939) empezó a elaborar la teoría del psicoanálisis para dar cuenta de ciertos trastornos conductuales y hasta fisiológicos que experimentaban algunos de sus pacientes. Éstos tienen origen en fuerzas irracionales e inconscientes. Así, nuestra acción intencional no es puramente racional, sino que contiene impulsos irracionales que actúan de manera enmascarada y disfrazada desde el inconsciente, dirigiendo nuestros actos sin estar consciente de ello. Estas conclusiones tuvieron enorme repercusión en sus contemporáneos y hasta los escandalizó del mismo modo como Darwin, algunas décadas antes, había impactado en las creencias religiosas sobre la creación con su teoría de la evolución de las especies biológicas. Ello es comprensible, ya que la larga tradición dualista de la cultura occidental, propia del idealismo y el racionalismo, suponía que la mente, o la psiquis, se identifica con la conciencia, y que el yo es lo mismo que el alma espiritual platónica, sede de la razón y rectora de la voluntad, que domina al cuerpo corrupto. Por el contrario, Freud establecía que hay vastas áreas mentales que no nos son conscientes, pero que influyen sobre nuestro comportamiento de manera determinista y en contra de nuestra voluntad, dando al traste con filosofías largamente atesoradas.


Los síntomas


Freud observó que la existencia de dichos trastornos son en realidad síntomas de incontroladas fuerzas inconscientes, o neurosis, y éstas son, a su vez, reacciones a las influencias exteriores experimentadas por el sujeto. Esto es, los síntomas son la expresión visible de un proceso inconsciente, siendo la enfermedad psíquica dicho proceso. Así, los síntomas son una transacción entre dos fuerzas opuestas: un deseo o un temor y una poderosa censura que se opone a la primera. Mediante la censura, el neurótico excluye de su conciencia un proceso desagradable, aunque no menos real y profundamente vívido. Sin embargo, la exclusión no consigue que el proceso no se manifieste a través de una amplia gama de síntomas, por lo que la conclusión que se impone es que éstos son el resultado activo de motivos inconscientes ocultos.

Así, pues, Freud encontró un mecanismo para las neurosis. La causa de los síntomas neuróticos son las representaciones reprimidas y olvidadas en el inconsciente de alguna experiencia, supuesta o real, pero que, desde allí, siguen actuando en el comportamiento del sujeto, pues justamente allí las representaciones se encuentran sometidas a sus procesos. Al surgir una situación parecida a una experiencia pasada, resultante de una amenaza, aparece la angustia como señal de peligro. Luego, la angustia es una reacción emocional ante un peligro no sólo subjetivo, sino que especialmente irracional, que produce en el sujeto sensaciones de peligro latente.

La represión es entonces la fuerza que mediante la censura mantiene fuera de la conciencia dichos recuerdos, confinándolos en el inconsciente. Es un mecanismo de defensa de que se vale el sujeto en contra de las exigencias de los llamados "instintos". Pero es un mecanismo ineficaz, pues debe actuar constante y repetidamente con el objeto de evitar la irrupción de lo reprimido. Las defensas ineficaces o patógenas producen las neurosis. Si los hechos reprimidos se hicieran conscientes, provocarían angustia. La representación inconsciente se ve obligada a transformarse para ser aceptada por el sujeto, provocando así el síntoma como un producto deformado de una realización de deseos. Todo síntoma sirve de expresión a procesos inconscientes.

Los síntomas poseen un sentido y una significación, siendo sustitutivos de actos psíquicos normales. Aparecen como actos nocivos o inútiles que el sujeto realiza en contra de su voluntad, y el esfuerzo psíquico requerido para su ejecución y la lucha contra ellos lo agotan, produciéndole angustia y ausencia de felicidad, y lo limita e incapacita para las demás actividades por la rigidez de sus reacciones, a pesar de sus propias capacidades. Freud llegó a analizar y a tipificar, bien o mal, una cantidad de neurosis en la forma de histerias, fobias, inhibiciones y obsesiones.


El psicoanálisis


Para curar estas neurosis, Freud elaboró el método del psicoanálisis. Mediante esta terapia se procura determinar qué representaciones y significados reprimidos son los causantes de los síntomas del paciente y traerlos a su plena conciencia, basándose en la suposición de que si éste los descubre y los acepta, los síntomas neuróticos desaparecen, pues cesarían de actuar desde el inconsciente. La forma de llegar a conocer las representaciones reprimidas es a través de dos procesos: 1. la "asociación libre", método que se basa en la idea de que siempre existe una conexión entre un pensamiento y el que sigue; y 2. la interpretación de los sueños. Éstos serían una sustitución deformada de un suceso inconsciente, y del análisis de los "actos fallidos", los cuales se supone que pueden conocer aquello que está reprimido en el inconsciente. Las representaciones reprimidas deberán ser interpretadas correctamente por el analista, lo cual es tan difícil como llegar a tener un criterio objetivo. Por su parte, el paciente deberá vencer la resistencia que aquéllas oponen a hacerse conscientes, pues son de naturaleza desagradable, lo que le produce vergüenza, miedo, dolor y angustia. Puesto que el mal está en su inconsciente, es él quien debe descubrirlo en forma activa, no bastando que se le diga simplemente cuál es el problema que lo aqueja.


Teoría psicoanalítica


Para explicar las neurosis y sus mecanismos de censura, represión y resistencia, Freud desarrolló una teoría psicoanalítica, a diferencia de muchos otros psicólogos que se han contentado solamente con describir otros tantos mecanismos en el comportamiento humano que dan cuenta de elementos no intencionales, irracionales y deterministas sin llegar a elaborar teoría alguna, lo cual no significa que no se deba valorar el enorme esfuerzo que significa generar una teoría. Pero han sido diversos elementos de su teoría y no el mecanismo psicológico de las neurosis lo que ha causado tanta polémica. Una teoría es la explicación de un conjunto de fenómenos mediante otro conjunto, siendo ambos las partes integrantes de su estructura y que se conectan causalmente con necesidad. Así, por ejemplo, Einstein explicó la relatividad del espacio y el tiempo mediante la famosa ecuación E = mc2; Darwin aclaró la evolución biológica mediante la selección natural; Planck dilucidó la naturaleza corpuscular de la luz mediante los cuantos. El mérito de estos genios fue el relacionar en una teoría dos grupos de fenómenos, siendo corrientemente el conjunto explicativo una brillante hipótesis que se adelanta para explicar el otro que ya ha surgido por observación o por experimentación. Es suficiente que el primero sea experimentalmente comprobado para que la teoría adquiera validez. En concordancia con la estructura de toda teoría, la de Freud abarcó dos ámbitos distintos de fenómenos. Uno de ellos se refirió al análisis de las relaciones causales que conforman los distintos mecanismos de un conjunto de fenómenos observables que constituyen, en este caso, las neurosis. El otro fue la interpretación de estos fenómenos mediante el fenómeno de la libido. No me corresponde pronunciarme aquí acerca del psicoanálisis en cuanto terapia.


Causa de síntomas


La teoría psicoanalítica de Freud se basó en que siempre los síntomas neuróticos tienen una causa sexual reprimida, omitiendo otras causas o aceptándolas levemente, como fue el caso de haber postulado en un principio el instinto de conservación, y posteriormente el instinto de destrucción o de muerte. En efecto, para él la causa de las neurosis es el instinto del impulso sexual, cuya energía es la libido. Resalta la apreciación de que en esta hipótesis existe, en concordancia con las creencias de la época, un fundamento importante de dualismo al separar una psiquis de un instinto biológico. Por otra parte, había comprobado a través de la terapia psicoanalítica que la causa de las psiconeurosis se encuentra en sucesos acaecidos en la infancia del individuo. La conclusión que se le imponía era que en la formación de la neurosis están los deseos incestuosos de los niños hacia sus progenitores, y, especialmente, hacia el sexo opuesto, siendo el complejo de Edipo lo fundamental en su génesis. Naturalmente, como era de esperar, la hipótesis planteada, es decir la libido en la infancia, para explicar los fenómenos de las neurosis ha sido duramente atacada desde el momento mismo que Freud la formuló. Existen razones de mucho peso. No sólo es difícil aceptar la normal existencia de lo erótico en bebés y niños, a pesar de los intentos suyos y de sus seguidores por demostrarlo, sino que el psicoanálisis aparece verdaderamente como una doctrina perversa por proponer que las relaciones humanas normales se basan en hostilidades, resentimientos, venganzas y represalias. Y sin embargo, tanto la motivación sexual como su relación con sucesos vividos en la infancia se mantienen como firmes pilares en la elaboración de lo poco de científico que se puede encontrar en la teoría psicoanalítica, lo cual plantea evidentemente un verdadero acertijo.


Solución


No obstante, pienso que este acertijo puede ser resuelto mediante un par de consideraciones. Así, pues, un primer elemento para elaborar una teoría psicoanalítica más de acuerdo con las realidades biológica, psicológica y social es establecer que el conjunto de fenómenos que debiera explicarla son las dos funciones fundamentales de todo organismo biológico. Una de ellas es su instinto de supervivencia, la otra es su instinto de reproducción. Sin ambas funciones fundamentales la especie no podría prolongarse a través de la reproducción de los individuos, ni el organismo sobrevivir, siendo, por tanto, inviable la existencia tanto de organismos biológicos individuales de una especie como de la especie misma. Estas funciones fundamentales determinan completamente el comportamiento de todo organismo biológico, incluido el ser humano. De la consideración de la acción de estas dos funciones en el ser humano se derivan una cantidad de conclusiones. En primer lugar, la referencia a la reproducción abarca mucho más que la libido freudiana. Incluye también la atracción sexual, el cortejo, el orgasmo, la gestación, el embarazo, el dar a luz, la crianza del bebé, la formación del infante, la educación del niño. En los seres humanos supone amor, madurez, responsabilidad, además de cariño y dedicación.

En segundo término, la función o instinto de supervivencia es anterior a la función o instinto de reproducción, considerando la proporción de la estructura del organismo humano dedicada a la primera. Si se desplazara la función de supervivencia por la de reproducción, sobrevendría evidentemente la muerte del individuo, sin haber llegado éste siquiera a reproducirse, lo cual no conviene de manera alguna al mecanismo de la prolongación de la especie. En tercer lugar, la función de reproducción, junto con el intenso deseo sexual, aparece plenamente en el individuo sólo con la pubertad, cuando éste ha llegado a una madurez fisiológica que le permite llevarla a cabo, lo cual significa, por otra parte, que ha tenido primeramente éxito en sobrevivir. Decir que la sexualidad está en estado latente en el infante es evadir el acertijo señalado más arriba, pues no significa nada. Valdrá la pena señalar además que el ser humano es un mamífero pleno y, como se observa en todos los mamíferos, la sexualidad en las crías no existe, como tampoco existe en éstas ni el periodo anal ni el oral con sus connotaciones sexuales. La actividad sexual en los mamíferos aparece sólo con la pubertad.

En cuarto término, si el origen de muchas neurosis aparece como sexual, ello se debe a que la afectividad, en especial la derivada del deseo sexual, debe ser reprimida hasta que la necesidad de supervivencia sea primeramente satisfecha. A diferencia de la supervivencia, la función de reproducción requiere una contraparte sexual y que además esté dispuesta. El atractivo sexual de la contraparte puede promover el instinto o apetito sexual, pero éste no podrá ser satisfecho sin su consentimiento, el cual está pleno de consecuencias relacionadas con la reproducción. En última instancia, lo que caracteriza a una cría humana por sobre todo es su absoluta vulnerabilidad, desvalidez e indefensión. Los antropólogos enseñan que la ventaja adaptativa que significó un cerebro de gran tamaño para la especie humana tuvo su contraparte desventajosa que el recién nacido no puede pasar a través de la pelvis materna con una masa encefálica del volumen que tendrá como adulto. Esto tiene dos implicancias. Por una parte, el recién nacido necesitará años de crecimiento fisiológico para llegar al estado adulto y poder valerse con todas las aptitudes que caracterizan la especie. Durante ese tiempo será un ser dependiente en su crianza. Por otra parte, tamaña capacidad cerebral implica una existencia en un medio cultural extraordinariamente rico y sofisticado. Entre un recién nacido y la etapa de adulto existe un largo proceso de formación y educación cultural.


Cariño o no


Sin duda que el estado de indefensión natural propio de un ser humano en sus años de infancia no debe llevarse al concepto extremo de “complejo de inferioridad” del médico y psicólogo austriaco Alfredo Adler (1870-1937), y deducir de ello toda una teoría psicoanalítica. La realidad de la condición humana es que un bebé o un niño requiere de permanente amparo y apoyo para poder sobrevivir, y una cuidadosa y esmerada formación y educación para capacitarlo a ser un adulto maduro, cuidando no herir jamás sus sentimientos y su autoestima. Esta acción de sus progenitores y otros adultos se traduce en manifestaciones de cariño, que es precisamente la señal del amparo y el apoyo, pues el lenguaje de dar y recibir se traduce en símbolos de cariño. El infante espera cariño sin límite, pues es lo único que le permite tener la sensación de seguridad, sin el temor vital de ver amenazada su existencia.

Resulta una verdadera lástima que las enseñanzas freudianas, que enfatizan la condición erótica en los infantes, hayan desviado por tanto tiempo y por tantas generaciones la atención cultural de la forma correcta de la crianza, a pesar de que un psicoanalista puede comprobar corrientemente que una representación emocional angustiosa en un adulto fue producida principalmente por pasadas experiencias de indefensión en un mundo hostil durante la infancia, y que los neuróticos son las personas que han sido más duramente golpeadas por adversas e inhumanas circunstancias, especialmente durante la infancia. Un segundo elemento que una teoría psicoanalítica debe considerar es uno de escala. En efecto, ha habido cierta dificultad en aceptar el mecanismo del placer y dolor al tiempo de hacerse cargo de otros fenómenos de la afectividad, como condiciones de las neurosis, sin creer que se cae en contradicción por esta supuesta univalencia. El mismo mecanismo de sensaciones de placer y dolor se emplea tanto en la supervivencia como en la reproducción de todo animal, siendo el placer sexual una sensación muy intensa, aunque no lo suficientemente como para no ceder frente al hambre, la sed, el sueño o el cansancio.

Por otra parte, mientras más evolucionada es la especie, mayores son las escalas disponibles para estructurar la afectividad. Así, la atracción sexual está en la escala de las sensaciones; el enamoramiento, que es una pasión, existe en la escala de las emociones, y el amor corresponde a la escala de los sentimientos. Cada escala está integrada, a modo de unidades, por escalas inmediatamente menores, hasta alcanzar las más fundamentales. Las sensaciones de placer y dolor, que pertenecen a la escala más fundamental de la afectividad, están siempre presentes en todas las estructuras afectivas, como las emotivas, propias de todos los animales más evolucionados, y las sentimentales, que son propias de los seres racionales. Las neurosis, más propias de los seres humanos, surgen en las complejidades sentimentales de la necesidad de sobrevivir y del deseo de reproducirse. Tan compleja resulta la integración de las dos funciones vitales fundamentales que los seres humanos vestimos para ocultar nuestras partes pudorosas y desarrollamos intrincados rituales y normas para establecer quien se acopla con quien y en qué circunstancias.

En conclusión, un niño no es un ser erótico, pues simplemente su genotipo en dicha etapa de su desarrollo no ha estructurado aún el impulso sexual. Por el contrario, un niño es un ser existencialmente necesitado de cariño, que, en su absoluta indefensión, le posibilita su supervivencia. Una vez adulto, su afectividad se estructurará integrando en sí tanto su impulso sexual como su experiencia afectiva infantil, de lo cual surgirán representaciones sexuales con cargas de experiencias infantiles. Por tanto, si en su infancia ha habido cariño, en el individuo podrá madurar normalmente su sexualidad y llevar una vida plena. Por el contrario, si ha tenido carencia de cariño en la infancia, puede emerger en él un cuadro neurótico, con las típicas causas sexuales que Freud estudió. La traumática experiencia de esta falta de cariño, al ser estructurada dentro de una afectividad en la que participa también el impulso sexual, puede adquirir un significado distinto del original, como si lo erótico hubiera sido lo central en aquélla, de lo cual su experiencia desagradable de una realidad hostil en la infancia se funde con una carencia de cariño en una supuestamente pretérita experiencia en lo sexual.



Aprendizaje y comportamiento



El conductismo


El conductismo es una escuela psicológica que ha tenido una gran influencia y se emplea terapéuticamente.  Surgió en 1913 con la publicación del artículo: “La psicología desde el punto de vista conductista” de John B. Watson (1878-1958), quien afirmaba que la psicología debía redefinirse como el estudio del comportamiento. El propósito que perseguía era extrapolar el método científico a la psicología mediante el análisis del comportamiento. Su planteamiento se resumía en que todo fenómeno de comportamiento ocurre en forma de estímulos y sus respuestas correlativas. El sentido de esta relación se refiere a estímulos que provienen del medio, afectando a un organismo vivo, y sus respuestas fisiológicas de reacciones glandulares y motoras.

El conductismo enseña que el proceso de aprendizaje obedece a una mecánica consistente en un comportamiento modificado en respuesta a un estímulo específico. Los conductistas tratan de explicar el comportamiento humano a través del que se observa en experimentos con ratas, suponiendo la existencia de similares mecanismos internos en éstos. Para llegar a establecer la respuesta adecuada al estímulo, el animal utiliza el método del "tanteo" (trial and error). Por éste se refuerzan algunas conexiones de estímulos y respuestas, mientras se debilitan otras. A través de este método se aprende la relación causal existente en un problema (si se oprime el botón rojo aparece comida) y la respuesta apropiada (oprimir el botón rojo). El problema puede ser presentado artificialmente en el laboratorio o existir en la naturaleza, pero un animal, o un ser humano, responde aprendiendo la relación causal, no sin ritualizarlo.

El origen del conductismo se puede trazar a Iván Pavlov (1849-1936). A fines del siglo XIX este pionero ruso de la fisiología y la psicología llegaba a establecer el concepto de “reflejo condicional”, referido a la relación entre ciertos comportamientos de los animales con una determinada estimulación. Tras experimentar con perros, observó que éstos salivaban al escuchar una campanilla. Anteriormente la había hecho sonar cuando se les presentaba comida. Determinó que ellos aprenden a relacionar el sonido de la campanilla con la comida y concluyó que logran establecer una asociación entre ambas imágenes.

En las décadas del sesenta y siguiente, B. F. Skinner (1904-1990), prosiguiendo las ideas de la escuela conductista, llamó “condicionamiento operante” a una forma de aprendizaje que se refiere a una modificación voluntaria del comportamiento y no a una actividad puramente refleja, y en la que es posible modelar la conducta mediante un sistema de castigos y recompensas. De allí nace el concepto de “refuerzo” y que consiste en una reacción deseada por el empleo de premios. Esto significa que el aprendizaje se puede reforzar e implicaría ciertas modificaciones en la práctica pedagógica. Consistiría en la fijación de las respuestas que conllevan una recompensa y en un rechazo de las respuestas incorrectas o no recompensadas. Él partió preguntando “¿por qué la gente se comporta en la forma como lo hace?” Para él la respuesta debía encontrarse en las causas físicas primeras. Reaccionando contra las explicaciones dualistas, afirmó que dichas causas son el ambiente y la herencia genética. Así, si se modifican algunos de estos parámetros causales, se obtiene una modificación correlacionada del comportamiento.

Un punto clave para entender el conductismo es que lo que ocurre dentro del sujeto, aunque podría ser posible llegar algún día a conocerse, no es determinante. Lo importante es observar los estímulos a los cuales las personas responden, junto con las respuestas. Por la influencia del conductismo y su reacción al mentalismo, la psicología ha venido a ser la ciencia que estudia el comportamiento según el binomio estímulo-respuesta. La tendencia es que tanto el estímulo (el input) como la respuesta (el output) pueden ser observados directamente, pero no así el procesador. Lo que pertenece al sujeto, es decir, lo que ocurre dentro de la piel, es un dominio difícil de acceder. Ello se hace tangencialmente para determinar causas que expliquen por qué una respuesta esperada no se produce. Se tiende a buscar las causas en patologías, disfunciones, anormalidades, particularidades y similares.


La Gestalt


El punto de vista conductista ha sido atacado desde diversos sectores y bajo distintas perspectivas. Si por una parte había que responder al determinismo del binomio estímulo-respuesta de un conductismo que no intentaba desentrañar el fenómeno de lo que acontecía “dentro de la piel” del sujeto, también se hacía necesario responder, si se quería evitar caer en el idealismo racionalista, al cómo los contenidos de conciencia (percepciones, imágenes e ideas) pueden provenir exclusivamente de las sensaciones. De este modo, la escuela de la Gestalt, o teoría de las formas, se abocó a estudiar la estructuración de las sensaciones en percepciones a través de la organización perceptiva. Así, para Christian von Ehrenfels (1859-1932), fundador de la escuela de la Gestalt, el problema fue cómo es posible la existencia de un todo estructurado y organizado que subsiste por sobre sus componentes sensoriales, siendo además más que la suma de sus partes, ya que la experiencia conlleva cualidades que no pueden ser expresadas por la sola combinación de sensaciones.

Max Wertheimer (1880-1943), miembro de la misma escuela, había respondido que el todo, o forma estructural (Gestalt), se organiza espontáneamente en el “campo perceptivo”, pasando a analizar la estructura de dicho campo, para luego establecer leyes que rigen su estructuración. Por ejemplo, la diferencia entre figura y forma: si una figura resulta más simple al ser interpretada en tres dimensiones que al hacerlo en dos, el individuo la interpretará de ese modo, saliéndose del plano. Distinguió entre pensamiento reproductivo, producto de la repetición mecánica y ciega, y pensamiento productivo, que es un proceso para formar una restructuración global.

Wolfgang Köhler (1887-1967), de la escuela de la Gestalt, en sus experimentaciones con chimpancés, comprobó que el aprendizaje es más que un comportamiento al que se llega por el método del tanteo. En un experimento él observó un chimpancé en una habitación en la cual se había colgado del techo un plátano y en un rincón de la misma se había dejado un corta vara y un cajón. Al principio el animal daba saltos una y otra vez para alcanzar el plátano sin lograrlo, hasta que en determinado momento el animal parecía ‘ver’ por primera vez la vara y el cajón, a los cuales sin embargo había mirado antes sin interés. Entonces en lugar de volver a saltar el mono empujó el cajón debajo del plátano y utilizó la vara para cubrir la distancia faltante, golpear el plátano y hacerlo caer. Concluyó que el discernimiento cumple una función principal, ya que en determinado momento el animal pudo reorganizar su espacio perceptivo, generando una relación significativa entre objetos que hasta el momento percibía por separado. 

Köhler suministró a la teoría los resultados de sus experimentos con animales, a quienes les exhibía tanto los elementos requeridos para una solución como los obstáculos. La solución a los complejos problemas a que eran sometidos no era fruto de ensayos y errores, como pretendían los conductistas, sino consecuencia evidente de una repentina visión interna, de un chispazo de pensamiento, dando así una interpretación acorde con la teoría de la Gestalt en función de la “reorganización del campo perceptivo” demandada por una necesidad. Köhler se centró en la idea de discernimiento para explicar el comportamiento de los chimpancés que el observaba. Veía que un antropoide estudia primeramente el problema por un tiempo y comprende de un golpe la solución. Interpretaba como una reorganización del campo perceptivo lo que sucede, como en este caso en que el antropoide en cuestión obtiene una solución (cómo alcanzar el racimo de plátanos) a partir de elementos dispersos que observa cerca (un cajón y una corta vara).

Podríamos decir que se trata más bien de una síntesis instantánea de elementos distintos que se opera en la escala imaginativa. Así, el animal consigue sintetizar las imágenes funcionales de cada elemento (el cajón logra acercar su mano al racimo de plátanos si se sube a éste, la vara cubre la distancia faltante), y en un instante producir una estructura psíquica en una escala superior, la combinación de estas imágenes funcionales en una imagen funcional completa. Tiene un chispazo, como diría Köhler, pero no en forma analítica ni lógica, que sería un método alternativo de solución que sólo podría efectuar un ser humano para obtener una solución. Simplemente, el chimpancé, o cualquier otro animal superior, incluyendo al ser humano, pueden imaginar estructuras funcionales a partir de imágenes que constituirán sus subestructuras. También diríamos que lo que induce al animal a actuar es un propósito ligado a sus necesidades propias de supervivencia y reproducción.

Numerosos estudios y experimentos efectuados con animales se han realizado en estos años tanto para conocer mejor sus capacidades cognitivas como para llegar a conocer mejor qué nos diferencia de ellos y qué tenemos en común y llegar a saber qué es el conocimiento. Entre estos estudios cabe mencionar el de cuervos que pueden encontrar soluciones originales a problemas, como el acceder a un pedazo de carne que está colgando de una rama, atado a una cuerda, y que está en la línea del experimento efectuado por Köhler. Otros experimentos realizados con focas muestran su habilidad para distinguir series distintas de símbolos. Un interesante experimento se refiere a la habilidad de loros muy inteligentes de cierta especie para aprender las palabras para designar distintos colores, formas, sustancias y dimensiones, llegando a relacionar estas nociones en las imágenes concretas cuando se les pregunta, por ejemplo, por la sustancia de un cierto objeto de un determinado color, dimensión y forma que se le presenta junto con otros objetos diferentes y de distintas sustancias. Se puede saber también que los chimpancés tienen capacidad para sumar un par de cantidades pequeñas y simbolizar las cantidades de objetos en números, cuando indican dos tríos de manzanas y señalan a continuación el símbolo para el número seis. También en experimentos comparativos entre chimpancés y humanos se ha podido determinar que la inteligencia de un chimpancé adulto es superior a la de un niño de dos años en la capacidad para relacionar espacios y proporciones, relaciones y ubicaciones de distintos objetos.

La escuela de la Gestalt apuntó precisamente a fenómenos que tienden, no a estímulos externos al sujeto, sino que al mismo sujeto como origen, como el discernimiento, que afecta decisivamente la respuesta. Sin embargo, el intento de esta escuela de extrapolar el discernimiento observado en animales a los humanos está lejos de explicar la psicología humana. Ésta es más compleja que la psicología animal por cuanto incluye escalas propias de la conciencia de sí y donde funciona el pensamiento abstracto y racional. Una teoría unificadora y general del conocimiento, que estudie cómo conocemos, se propone en “Una teoría del conocimiento”.



Sensación, percepción e imaginación



Antecedentes teóricos


Es necesario introducirnos directamente en el dominio dentro de la piel y desentrañar cómo conoce efectivamente el ser humano. La respuesta sobre cómo se relaciona el cerebro con la mente y cómo tenemos contenidos de conciencia, tales como las percepciones, las imágenes y las ideas a partir exclusivamente de las sensaciones se debería encontrar en la teoría de la complementariedad de la estructura y la fuerza, expuesta en “Una metafísica del universo”. En breve, esta teoría establece por una parte que toda estructura es funcional, es decir, ejerce fuerza o es receptora de fuerza, siendo respectivamente causa o efecto en una relación causal. Una relación causal puede terminar un una estructuración o también en una desestructuración o destrucción estructural. Por otra parte, la teoría también establece que toda estructura se compone de unidades discretas funcionales, que son sus subestructuras, como también toda estructura es parte o unidad discreta de otra estructura, y así sucesivamente. Ahora bien, todas las estructuras que son unidades discretas de alguna estructura pertenecen a la misma escala, estando la estructura de la que forman parte en una escala superior, y estando las subestructuras (o unidades discretas) que componen cada una de dichas estructuras en una escala inferior, y así sucesivamente a través de distintas escalas.

Basados en dicha teoría, estamos ahora en condiciones de avanzar una teoría cognitiva-psicológica que permite superar el actual estancamiento del conocimiento acerca de la relación entre cerebro y mente, o de la investigación de la conciencia y el conocer. De este modo, la función más importante de la masa encefálica que llamamos sistema nervioso central o simplemente cerebro es la función psicológica capaz de estructurar una mente. Otra de sus múltiples funciones es, por ejemplo, ejercer un peso de unos 1400 gramos. La función psicológica produce tres tipos de estructuras psíquicas diferenciadas: la cognitiva, la afectiva y la efectiva, las que se reúnen en la conciencia. Es conveniente destacar que estas estructuras psíquicas son tan de nuestro universo de materia y energía como la mesa de madera sobre la cual estoy escribiendo; y no me estoy refiriendo a la analogía de “cabeza de alcornoque”. La diferencia entre el conjunto de fibras de celulosa que componen la madera de la mesa y una idea, o una emoción, es que la idea, o una emoción, es un conjunto de impulsos electroquímicos que se van desplazando velozmente a través de y entre determinadas neuronas del cerebro. Una estructura psíquica requiere, por tanto, un medio neuronal activo (un determinado conjunto de neuronas unidas sinápticamente) para existir y sus unidades discretas son impulsos electroquímicos que se desplazan por este medio.

Respecto al mecanismo cognitivo del sistema nervioso, éste consiste básicamente en traducir las manifestaciones electromagnéticas y gravitacionales, que provienen del medio externo, en sensaciones de impulsos nerviosos que la red aferente envía al cerebro. Allí, esta información es sintetizada en percepciones. A su vez, éstas estructuran imágenes, las que, en los seres humanos, llegan a ser las unidades discretas de las ideas. Incluso en ellos las ideas se estructuran en juicios y conclusiones lógicas. Esta teoría en nada contradice el viejo adagio, suscrito ya por Aristóteles y también John Locke, que nada hay en el intelecto que no haya pasado por los sentidos. En lo que sigue, analizaremos brevemente esta teoría en su perspectiva cognitiva, es decir, la que explica la estructuración de sensaciones, percepciones e imágenes (cuando se incluyen las ideas en el proceso, se habla no de “cognitivo”, sino que de “cognoscitivo”).


Señales y receptores


El proceso de la cognición comienza con el ingreso del medio externo al sistema nervioso de conjuntos de señales agrupadas en sensaciones. Las cosas de la realidad objetiva, es decir, los objetos mismos (que son externos a nosotros), son fuentes directas o indirectas de fuerzas. En forma de radiaciones electromagnéticas (lumínicas, calóricas, sonoras y vibratorias), emanaciones químicas (olores, sabores, que también pertenecen a las fuerzas electromagnéticas) y simplemente gravitacionales (táctiles), las fuerzas excitan o estimulan directamente los órganos sensoriales que están repartidos por todo el cuerpo (tacto) o que están concentrados en determinados lugares (el resto de los órganos), los cuales son sensibles precisamente a estas fuerzas. En general, cuanto menor sea la intensidad de la fuerza necesaria para estimular un órgano sensorial, tanto más sensible será dicho órgano y tanto más precisa será la información que viene del medio externo.

Los órganos sensoriales son terminales nerviosos de ingreso de la vía ascendente o red aferente del sistema nervioso. Las ramificaciones sensibles de este sistema comienzan en sensores, compuestos por neuronas receptoras especializadas, capaces de detectar presiones, temperaturas, vibraciones, intensidades de luz, colores, fuerzas magnéticas en ciertas aves, formas y compuestos químicos de gases y líquidos. Ciertas manifestaciones naturales, como, por ejemplo, diferenciales eléctricos causados por condiciones meteorológicas y que de alguna manera nos afectaría causándonos posiblemente dolores en articulaciones, no se consideran normalmente señales sensibles que tengan por receptores propiamente órganos de sensación reconocidos. No obstante estas relaciones causales son efectivamente partes del sistema sensorial que está conformado por señales sensibles y órganos sensoriales.

A continuación, los órganos sensoriales transforman, amplificando, las fuerzas recibidas en señales nerviosas que son transmitidas por la red aferente a las capas corticales sensoriales primarias (de visión, oído, tacto, gusto, olfato) del sistema nervioso central. Allí se estructuran en sensaciones. Una sensación puede ser un color, una forma, una textura, una temperatura o un olor determinado. No nos ocuparemos de las señales que están diseñadas para provocar respuestas y reacciones automáticas llamadas actos reflejos, puesto que no generan propiamente conocimiento. Mediante instrumentos y aparatos, como por ejemplo, el radiorreceptor, sensibles a otra gama o intensidad de fuerzas y que las transforman en señales sensibles para los órganos sensoriales –incluso el microscopio o el telescopio que amplían nuestras capacidades visuales–, los seres humanos tenemos acceso a otras manifestaciones de la realidad, las que de este modo se tornan cognoscibles. Ello nos lleva a preguntarnos si acaso no existirán otros tipos de fuerzas que aún no conocemos por no disponer de aparatos que las transformen en fuerzas que podamos sentir. En cualquier caso, puesto que la mayoría de las señales estructuradas, como las sensaciones recibidas, son percibidas por la vista (formas, colores, distancias, movimientos), nuestro mundo es principalmente visual. Podríamos compararlo con el mundo de, por ejemplo, un perro, cuya visión es un órgano de sensación muy pobre comparado con sus sensibles oído y olfato.


Percepción


El flujo de señales que llega de los órganos sensoriales al cerebro es rápido y continuo. Tan cuantioso fluir saturaría en poco tiempo la capacidad del cerebro si tuviera que procesar y almacenar toda esa información. Por ello, éste, en el estado de atención, discrimina y selecciona activamente las señales según intereses muy específicos relacionados con la conciencia del mundo que lo rodea, necesario para la supervivencia del organismo. Las sensaciones que han sido seleccionadas por la percepción, en el hipotálamo, se transforman en percepciones y se estructuran eléctricamente en la red neuronal, llegando a constituir datos o unidades discretas de información perceptiva.

La diferencia entre sensación y percepción es que la sensación “mira” –pasivamente– colores y formas, mientras que la percepción “ve” –activamente– un color, una forma.
La percepción no es una impresión pasiva de los estímulos externos en forma de sensaciones sobre los órganos de percepción, sino que en forma activa se forman estructuras de perceptivas correspondientes a la estimulación primaria. Es un proceso de búsqueda, selección y síntesis de la información sensorial bruta para obtener percepciones cuya finalidad es que el sujeto logre distinguir, ya en la imagen, las características esenciales de un objeto real.

La correspondencia entre el objeto real percibido y la imagen recordada se efectúa mediante una continua comparación y verificación con las señales que provienen del primero, seleccionando aquéllas que corresponden a sus atributos más relevantes desde el punto de vista del sujeto y de acuerdo a una determinada combinación de patrones innatos y aprendidos. En consecuencia, la facultad de la percepción consiste en una interpretación de las percepciones y su producto es la imagen. El sujeto puede cometer errores perceptivos debido a experiencias sensibles incompletas o fragmentarias. Frecuentemente, él debe hacer una evaluación previa para que estas experiencias sigan el camino para convertirse en conocimiento verdadero.


Imagen


La estructura de la conciencia, que afecta las estructuras coordinadoras del cerebro, relaciona las percepciones actuales para estructurar imágenes, pues las unidades discretas de una imagen son las percepciones. Compara las características percibidas del objeto con imágenes evocadas y crea hipótesis apropiadas que compara con los datos originales. En las imágenes de objetos conocidos, que están firmemente establecidos por experiencias anteriores, este proceso naturalmente se abrevia. Las imágenes pueden ser almacenadas en diversos conjuntos de neuronas asociativas, estableciendo sus conexiones. El interés de la conciencia puede mantener una imagen por un tiempo en estado de impulsos eléctricos en un conjunto de neuronas hasta que se asientan como memoria permanente, susceptibles de ser evocada cuando sea necesario.

La imagen memorizada es una estructura ubicada en un conjunto estructurado de conjuntos de neuronas interconectadas, cuyas sinapsis han sido permanentemente modificadas por proteínas sintetizadas. También el cerebro, en el proceso del imaginar, elabora o modifica sin cesar multitudes de imágenes, las cuales pueden existir brevemente en un estado eléctrico en conjuntos de neuronas. La estructura imaginaria no sólo representa un objeto, una cosa real o supuestamente real, sino que también persigue reproducirlo. La correspondencia del objeto imaginado con el objeto real es de importancia decisiva para la efectividad del organismo en su interacción con el medio externo. La representación que posee el cerebro debe corresponder con las cosas de la realidad.

Una imagen es el único contenido de conciencia que representa más o menos a un objeto concreto. La fidelidad de la imagen respecto al objeto no depende tanto de la calidad y cantidad de sensaciones percibidas como de la aptitud funcional del cerebro para estructurar una imagen, esencialmente subjetiva, que corresponda lo más precisamente posible con el objeto real, material y externo. La imagen en tanto unidad psíquica es la primera instancia significativa del objeto. Dice algo al sujeto, sea animal o ser humano, de un objeto en tanto unidad cognitiva estructural. Lo que conocemos de un objeto es aquello que perciben nuestros sentidos. Lo que se nos manifiesta de un objeto son los accidentes, en el sentido aristotélico, es decir, aquello que tiene existencia en las sustancias, o el fenómeno, en el sentido kantiano, esto es, aquello que existe en el noumenon, en la cosa en sí. El objeto de la imagen está compuesto por una cantidad de “accidentes”, como colores, olores, sonidos, movimiento, textura, dureza, volumen, peso, y que llegamos a percibir y a conformar como imagen.

La imagen no es una representación uno a uno de un objeto percibido, como suponen los empiristas y nominalistas. David Hume (1711-1776), sostenía que “si uno mira un árbol, tiene la impresión (percepción) de un árbol. Si cierra los ojos, tiene la idea (imagen) de un árbol”. Para él, la idea (en itálicas para decir “imagen”, tal es la confusión existente en conceptos tan fundamentales) es una copia débil de la impresión. Razonaba que “si no hay impresiones, entonces no hay ideas”, sin caer en cuenta que se trata de una relación causal entre dos escalas distintas, lo que es imposible. En realidad, la imagen pertenece a la escala de representaciones que va de lo genérico a lo específico hasta llegar a representar al individuo. La imagen genérica de perro puede representar para una persona un animal de cuatro patas, de tamaño mediano (por decir, entre elefante y ratón), con piel, ojos atentos, hocico húmedo, entre muy amistoso y muy bravo, que ladra, etc. Mediante una mayor atención que provea más percepciones, esta imagen genérica puede especificarse para representar un inteligente y elegante pastor alemán. Si la imagen llega a reproducir con mayor detalle al objeto, puede individualizarse para representar mi perro Max. Asimismo puedo recordar la imagen de mi perro cuando era un cachorro travieso, inquieto y cariñoso, o imaginarlo cuando sea un viejo gruñón y dormilón.

Una imagen puede referirse a un solo individuo. En tal caso, en el intelecto humano, puede llegar a constituir una unidad discreta de una estructura conceptual que conforma una relación ontológica. Un concepto o idea es una estructura psíquica cuyas unidades discretas son imágenes. También una imagen puede relacionarse con otras imágenes, como una tetera echando vapor posada sobre una hornilla. En dicho caso, el conjunto se está refiriendo a alguna acción que describe una relación causal.





13. EL DISCURSO FILOSÓFICO HISTÓRICO
DE ALGUNOS RECONOCIDOS FILÓSOFOS




El discurso filosófico histórico, que buscaba desde sus inicios encontrar la significación y el sentido último de las cosas, partió con gran realismo en la antigua Grecia. Pero al poco andar, seducido por el sentido trascendental que es posible extraer del caos aparente del mundo sensible, a partir de los últimos presocráticos, introdujo una artificiosa polaridad entre lo uno y lo múltiple debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo entre la inmuta­bilidad de la idea y la mutabilidad del mundo sensible y en el transcurso del tiempo se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, y llegar a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea no sólo se hizo insalvable, sino que fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.



La realidad y la idea



La filosofía griega imprimió un sello tan característico al discurso filosófico que aún en la actualidad la caracteriza. Llegó a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y las cosas como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques y otras con pocas luces, de modo que las preguntas de la filosofía griega han llegado a ser consideradas perennes. Ellos crearon la metafísica y la epistemología cuando opusieron la unidad e inmutabilidad de la idea a la pluralidad y mutabilidad de la realidad sensible y se preguntaron cómo es posible la relación entre ambos mundos, entre sujeto y objeto, es decir, cómo nuestro intelecto puede o llega a tener ideas o representaciones en general sobre la realidad y qué es entonces la realidad.

No deja de sorprender que algunos hombres preclaros pudieran comenzar a tener conciencia primero, de que las cosas del mundo pudieran relacionarse causal y naturalmente unas con otras, independientemente de fuerzas divinas, y segundo, que pudiera existir también una relación entre el mundo real y el mundo de las ideas, entre lo que existe alrededor del sujeto y el sujeto mismo. Las preguntas fundamentales, que tenían por propósito explicar la realidad tanto de las cosas como de las ideas, condujeron a la pregunta acerca de qué conocemos, lo que fue originando una epistemología más bien idealista y una metafísica ontológica. Y todo ello ocurrió no sin grandes tribulaciones en algunas rústi­cas pero pintorescas aldeas que tenían por escenario las escabrosas tierras que emergían del azul mar Egeo de hace unos dos y medio milenios.

Una cuestión filosófica de gran importancia es la naturaleza de la realidad, las ideas y el conocimiento. El punto de partida epistemológico elegido desde el princi­pio señaló que la facultad del conocimiento es la razón. Ésta fue concebida como un poder capaz de hasta armonizar los más diversos contenidos de conciencia en la unidad del ser. Considerada de naturaleza espiritual, ella eleva a los hombres y los coloca en una categoría especial y muy por encima del resto de los seres. Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), en su Naturaleza de las cosas, empieza diciendo: “Al principio todo era confusión, luego llegó la razón y la redujo al orden”. Este juicio resume la creencia griega de que por la razón, las cosas sensibles, sujetas a la mutabilidad y la multi­plicidad, se hacen inteligibles; no sólo entran a pertenecer a nuestro intelecto, sino que éste les impone orden, racionalidad, certeza y, por sobre todo, unidad. El arte griego clásico no es otra cosa que traducir esta idea a la estética, y el caos propio de la naturaleza se lo representó con formas ideales. Las colum­nas de sus templos son representaciones de troncos arbóreos que están coronados por capiteles, frisos y cornisas de ramas, hojas y flores, donde todo identifica lo ideal y la perfección con la simetría y el orden.

Los filósofos posteriores se interesaron mucho por explicar cómo este paso es posible. Aunque su interés era en gran medida científico, no poseían una tradición científica que hubiera acumulado suficientes hechos experimentalmente verifica­dos y que los hubiera estructurados en hipótesis y teorías ni menos un método empírico para conseguir una explicación más valedera. Algunos indicaron que el paso se debe a la existencia de ideas innatas; otros, al mecanismo de abstracción por el cual el inte­lecto extrae la forma inmaterial y, por lo tanto, genérica de las cosas, dejando junto al objeto sensible lo individual, que es propio de lo material. Mucho tiempo después, en pleno siglo XVIII, algunos más supusie­ron que el paso se debe a la imposición por parte del sujeto de categorías a priori al objeto.

En el fondo de las diferencias de los diversos sistemas filosóficos estuvo la disparidad de explicaciones acerca del “cómo” del conocimiento, es decir, cómo la razón, o más propiamente las facultades cognoscitivas del sujeto, llega a conocer objetivamen­te la realidad. En lo que todos concordaron es que la razón adquiere (si se es realista) o posee de antemano (si se es idealista) una idea inmaterial y universal que representa una cosa material e individual. Lo decisivo fue suponer que en el acto de conocimiento el sujeto adquiere la idea  ̶ en cuanto unidad inmutable de algo inmaterial ̶  de un objeto  ̶ en cuanto multiplici­dad mutable de lo sensible y material.

Es natural que el intelecto humano perciba la realidad como un conjunto de cosas que están en movimiento, cambio y transfor­mación, pues es de ese modo como la realidad se nos aparece. Lo que fascinó a los antiguos filósofos griegos fue intentar descubrir qué permanece inmutable a través del cambio y qué unifica la multi­plicidad. Deseaban capturar la esencia de las cosas en ellas mismas, en la suposición de que ésta es la que precisamente perma­nece inmutable, siendo universal y necesaria. Pensaban que la idea se encuentra despejando lo múltiple y lo mutable para obtener la unidad y lo permanente, elementos que pertenecen supuestamente a lo inteligible. Pensaban que lo múltiple y lo mutable opacan la verdad en la suposición de que la representa­ción es anterior a lo representado. Pensaban que el cambio y la multiplicidad, que se identifica con lo sensible de la realidad, no son parte de la esencia de las cosas, que es aquello que encierra la verdad última. Pensaban en fin que la posesión de las esencias inmutables y unificadoras de las cosas produce y garantiza la verdad absoluta, que sería la finalidad última del acto de cono­cer.

Aunque fueron los primeros seres en la historia de la humanidad que dieron explica­ciones sobre la multiplicidad cambiante que se observa en la realidad sin recurrir a causas extranaturales de orden mágico o mítico, estos antiguos filósofos prejuzgaron que la mutabilidad y la multiplicidad son signos de imperfección y, por tanto, contra­dictorios con el carácter de la esencia, que era reputada de eterna, absoluta, única e inmutable. Probablemente, de ellos nos viene el hábito intelectual de sustraer el ente del cambio de modo seme­jante a cómo una fotografía captura la inmovilidad sustrayendo la imagen del movimiento, o tal vez provenga de una característica humana determinada por nuestra capacidad intelectual para rela­cionarnos con el mundo. Así, Aristóteles (384-322 a. de C.) identificaba al ser con el acto y suponía que la tendencia natural de todo cuerpo es el reposo. La capacidad para cambiar, la potencia, es una caracte­rística vinculada con lo imperfecto.

Los filósofos griegos llegaron a adquirir una confianza ilimitada en la razón, facultad que supuestamente puede conocer la realidad objetiva en forma absoluta con la sola afirmación o negación de una proposición referida a la realidad. Supusieron sin crítica alguna que la afirmación o la negación acerca de todo contenido de conciencia suministrado por la experiencia posee un valor absoluto, aplicable con necesidad a todas las cosas simila­res. Al afirmar o negar la razón unifica, confiriendo por ese acto una cierta organización de certidumbre a la diversidad del contenido. Llegar a estos pensamientos tomó cierto tiempo.

Los primeros pensadores griegos, denominados filósofos por su amor a la sabiduría, comenzaron especulando, más con una perspectiva científica que filosófica, sobre la transmutación de las sustancias consideradas elementales: querían explicar el “cómo” de la mutabilidad y la multiplicidad más que su “por qué”, aunque no estaba ajena la inquietud de responder también esta segunda pregunta. No se sentían conformes con las explicaciones basadas en el capricho de dioses y demonios que intervienen en las cosas del universo para satisfacer sus impulsos, ni en las súplicas o amenazas que los humanos les dirigieran para desviarlos de sus propósitos y guiarlos hacia el interés propio. Suponían que tiene que haber un elemento que sirve de fundamento a la multiplicidad, en tanto que la mutabilidad debe regirse por normas fijas que son posibles conocer.

El primero de estos filósofos y por tanto de toda la histo­ria de la filosofía fue Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.). Él supuso que el elemento común a todas las cosas es el agua, ya que en sus formas de gas, líquido y sólido, se transmutaría para constituir la multiplicidad de cosas, de modo que el agua es el elemento inmutable que permanece a través del cambio y que, además, lo explica. Otros pensadores de la denominada Escuela Jónica asigna­ron ese papel a otros elementos o conjuntos de elementos. Tiempo después, algunos de ellos idearon el atomismo: las cosas no pueden seccionarse indefinidamente y en algún momento se tiene que llegar a una partícula indivisible y, por tanto, inmutable. De ahí, Pitágoras de Samos (¿580-500? a. de C) postuló más adelante la composición de los cuerpos basándose en números materia­les o puntos discontinuos de sustancia.

La conclusión que se impuso es que el todo puede ser expli­cado por la composición de las partes. Fueron precursores de la idea del ser: sobre aquellas unidades secundarias se destaca la universalidad primordial de un todo. Aunque el propio Pitágoras estuviera probablemente más interesado en explicar la materia en términos matemáticos cuando percibía que ésta se presenta de manera netamente estructurada, obedeciendo a patrones o leyes claramente determinados dentro de un orden natural intrínseco. Él estaba fuertemente impresionado por el hecho de que el tono de las notas musicales dependiera de la longitud de la cuerda y que la relación entre los tonos correspondiera a números enteros como factores de las longitudes. En aquel entonces, la idea de que el orden podía derivarse de las ideas se impuso sobre la de que éste podía derivarse de un mundo sensible relacionado matemáticamente, más propio de nuestra actual concepción del universo. En este respecto, Pitágoras se había anticipado a su época.

El paso siguiente del incipiente caminar de la filosofía sufrió una bifurcación. Por una parte, se tomó conciencia de que el todo buscado se identifica no con un elemento material subyacente en las cosas, sino que con la unidad inmutable del ser. Por la otra, la pluralidad y la mutabilidad de la realidad y de la experiencia no se pueden reducir a la nada. Un extremo de esta contradicción lo personificó Parménides de Elea (¿504-450? a. de C.). Él intuyó tan poderosamente la unidad del ser que llegó a identificarlo con lo indivisible, lo inmutable, lo homogéneo y lo inmóvil. En cambio, la multiplicidad y la multiplicidad, que incluyen la realidad sensible, son, en conse­cuencia, mera apariencia. Heráclito de Éfeso (576-480 a. de C.) adoptó la postura contraria a Parménides. Él identificó al ser justamente con la mutabilidad y la multiplicidad. Estaba obsesionado con el devenir de la realidad sensible, de la que, para él, es imposible concebir alguna unidad. Por lo tanto, al asumir la postura en favor de la pluralidad y el movimiento debió renunciar a la unidad inmutable del ser.

De este modo, a poco de la evolución de estas ideas, los filósofos antiguos llegaron a establecer la universalidad primordial del ser; pero enseguida entraron en el dramático problema de la oposición entre la unidad (Parménides) versus la multiplicidad (Heráclito) de la realidad sensible, entre el ser y el devenir, puesto que ambas posturas aparecían siendo verdaderas, pero con­tradictorias. De ahí que la primitiva confianza en la verdad filosófica quedara destruida, y el lugar del pensamiento fuera ocupa­do a continuación por los sofistas, personajes éstos relativistas y escépticos. Sólo hasta el advenimiento de Sócrates (470-399 a. de C.) la filosofía pudo retornar a sus verdaderos cauces.

El sustento de toda la anterior especulación había consistido en la suposición de que la afirmación objetiva necesite tan solo del principio de identidad para que ésta tenga valor absoluto. En el fondo de esta suposición había existido una triple creencia. Primero, que la idea es más real que la realidad sensible que representa. Este punto es de suma importancia para poder comprender en toda su magnitud esta errada creencia que ha gravitado en mayor o menor grado desde entonces en nuestra cultura. La idea pertenece al orden de lo inmutable y lo eterno y, por tanto, de lo absoluto. Segundo, la razón posee la llave que calza exactamente en la cerradura de la idea, sin entrar a preguntarse cómo esta relación es posible. Tercero, la unidad e inmutabilidad inteligible se opone a la multiplicidad espacial y a la mutabilidad temporal de la experiencia, la cual pertenece a un mundo caótico. En conse­cuencia, en la afirmación se supone que los contenidos de con­ciencia se organizan y ordenan, unificándose según pautas racio­nales y lógicas, y toda contradicción exige, por lo tanto, ser superada.

De esta manera, la búsqueda de una solución a la contradic­ción entre lo uno inteligible y lo múltiple de la realidad sensi­ble se instaló en la base del pensamiento filosófico posterior. Todo el esfuerzo epistemológico subsiguiente se centró en tratar de conciliar la unidad de la idea con la pluralidad de la sensación, lo cual pasó a constituirse en el principal problema filosófico. Como veremos, la solución fue metafísica y consistió en proponer forzada e equivocadamente la dualidad espíritu-materia para explicar por qué las cosas de la realidad objetiva tienen una contraparte en la razón, pues el concepto espíritu puede significar también todo lo inmaterial, como es supuestamente la razón y la forma.



Edad antigua



La era de los sofistas empezó a experimentar su ocaso cuando Sócrates procuró encontrar unidades conceptuales cada vez más generales referidas a las sensaciones múltiples. Afirmaba que el conoci­miento es posible gracias a que el alma espiritual es un princi­pio activo y que las ideas existen independientemente de las cosas.

Más tarde, Platón (428-347 ó 348 a. de C.) encontró los objetos de nuestro conoci­miento en las Ideas (logos) inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, y relegó el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple a la mera apariencia. Con ello, estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Es una relación de ejemplificación o instanciación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. El escarlata es una especie del género rojo, y el rojo es una especie del género color.

Preocupado con lo perfecto en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto, Platón constataba que en el mundo sensible tal perfección no se encontraba. Supuso que estas cualidades perfectas, de las cuales los individuos serían sólo ejemplos, debían existir en algún lugar. Él introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Para él el concepto es el concepto de algo que es un universal. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible. Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, que fue ilógico e irreal: ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Esta doctrina de la dualidad tuvo desde entonces una general aceptación hasta nuestros días con consecuencias de lamentar.

Poco tiempo después, Aristóteles, rechazando la teoría platónica de dos mundos, creaba un nuevo sistema filosófico, difiriendo sustancialmente de Platón. El mundo de las Ideas no es más que una ficción metafísica. No obstante, él también aceptaba que no sólo los individuos, sino también los universales tienen existencia objetiva e independiente fuera de nuestra mente. Esto significa que la epistemología de Aristóteles se basa en el estudio de las cosas que existen o suceden en el mundo, y se eleva al conocimiento de lo universal, mientras que para Platón la epistemología comienza con el conocimiento de las Formas (o ideas) universales y desciende al conocimiento de imitaciones particulares de éstas. Para Aristóteles, la "forma" sigue siendo la base de los fenómenos, pero está "instanciada" en una sustancia en particular. Así, el objeto primario de la metafísica es el estudio de la sustancia. Ésta es aquello que existe en sí mismo y no en otro, y el accidente es aquello que tiene existencia como atributo o propiedad en la substancia. Esta distinción no es precisamente como la diferencia que existe en gramática entre sustantivos y adjetivos, pues los atributos son también sustantivos, como también adjetivos: la casa blanca y el blanco. De modo que los accidentes son los atributos de las cosas, entendiendo formas, colores, posiciones, tamaños, pesos, etc. Un universal es un atributo simple que es común a una cantidad de individuos. Los atributos no pueden existir sin individuos de la misma manera como los individuos no pueden existir sin atributos.

En su Metafísica, libro VII, Aristóteles examina los conceptos de sustancia y esencia, que significa lo que debía ser, y concluye que una sustancia particular es una combinación de materia y forma. En el libro VIII distingue la materia de la sustancia como el sustrato, o la materia de la que está compuesta. Por ejemplo, la materia de una casa son los ladrillos, piedras, maderas, etc., o lo que sea que constituya la casa potencial, mientras que la forma de la sustancia es la casa propiamente dicha o lo que nos permita definir algo como una casa. El venir a ser es un cambio donde nada persiste, distinguiendo la potencialidad  y la actualidad en asociación con la materia y la forma. La potencialidad es lo que una cosa es capaz de hacer, o sobre lo que se puede actuar, si las condiciones son correctas y no es impedido por otra cosa. Por ejemplo, la semilla de una planta en el suelo es potencialmente una planta, y si no es prevenida por algo, se convertirá en una planta. Potencialmente los seres pueden actuar o ser actuados. Por ejemplo, los ojos poseen la potencialidad de la vista. La actualidad es el cumplimiento del fin de la potencialidad, siendo el fin el principio o causa de todo cambio. Por lo tanto, la actualidad es anterior a la potencialidad en el tiempo y en la sustancia. Así, Aristóteles intenta resolver el problema de la unidad de los seres, ya que el ser potencial  ̶ que es la materia ̶  y el ser actual  ̶ que es la forma ̶  son uno y el mismo.

Aristóteles quería solucio­nar el problema que Platón había dejado sin resolver, esto es, la manera de cómo la mente llega al conocimiento de la reali­dad sensible. Los universales existen dentro de cada cosa de la que se predica cada universal, puesto que la forma de la manzana existe dentro de cada manzana, más que en el mundo de las formas. De ahí que afirmara, en primer lugar, que las ideas se originan en las cosas sensibles y son inmanentes a ellas. Las cosas están com­puestas por un principio material que produce la multiplicidad, llamada materia prima, y una cualidad cognoscitiva que conduce a la idea, que es la forma. La inteligencia inmaterial asimila (abstrae) sólo el elemento formal desindividualizado o el universal. La forma es lo que impone unidad e identidad a un contenido material cambiante, mientras que la materia aporta la individualidad.

En segundo lugar, la mente, que separa la forma de la materia y la abstrae para conocer, debe ser inmaterial, puesto que el elemen­to material de las cosas no puede asimilado por el intelecto, que tiene una naturaleza inmaterial. El elemento material es extenso y no cabe por consiguiente en la mente. En cambio, la forma es de su misma naturaleza. Ella pasa a ser un contenido objetivo de pensamiento, o esencia.

En tercera instancia, la forma, que junto con la materia, da existencia a una cosa individual, también representa la cosa y pertenece a la razón cuando ésta la abstrae. Ella no está individualizada, ya que está desprovista de materia. Por tal motivo, ella es referi­da al orden absoluto del ser. Un universal no admite diferencias en las cosas que lo poseen como atributo, estando idénticamente presente en éstos. El atributo azul, por ejemplo, no puede ser más claro o más oscuro.

En resumen, en contra de la dualidad platónica, la unidad del ser queda asegurada por la capacidad de la materia (materia prima) para informarse y constituir seres múltiples individuales, y por la capacidad del intelecto para “abstraer” formas y contener ideas universales referidas a la multiplicidad. Los universales existen en las cosas, y no antes, como en Platón. La dualidad forma-materia concebida por Aristóteles fue asimilada a la dualidad mente-materia de Platón, y el nuevo conjunto tuvo un profundo impacto en todo el pensamiento filosófico posterior. Pero no todo el pensamiento de Aristóteles es epistemología. Su preocupación es el devenir. En el movimiento hay una dualidad de materia y forma, de potencia y acto, y la base fundamental de toda su teoría del devenir es el principio: “la materia apetece la forma”. La forma es un factor teleológico que guía todo el devenir. La materia, al ser informada, deja de ser potencia y se actualiza.



Edad Media



Después de Aristóteles y hasta la Escolástica, el aporte filosófico no añadió mucho que pueda ser analizado en esta breve obra. Desde la caída del Imperio Romano, durante 800 años, la teología neoplatónica, maniquea y ultramundana de san Agustín (356-430) predominó en el pensamiento de la cultura occidental. Sin embargo, conviene indicar que la dualidad metafísica se convirtió en dualismo moral. En una división de los seres según las categorías de lo bueno y lo malo, muy propio de aquella época oscura y mística, aquello concebido como más inmaterial se identificó naturalmente con la primera categoría y lo más material, con la segunda. La dualidad absoluta se convirtió en dualismo absoluto, incluso más relacio­nado con el maniqueísmo que con el platonismo.

Ya en el siglo XIII, el exponente principal del escolasti­cismo fue santo Tomás de Aquino (1225-1274), quién reeditó al recientemente redescubierto Aristóteles y lo precisó. Primero, el intelecto (intelecto agente) es causa activa del conocimiento, revistiendo con su unidad inmaterial la diversidad y produciendo el universal abstracto; y segundo, los objetos, que son meros datos finitos, están referidos a la unidad absoluta del ser en forma trascenden­tal y analógica, es decir, los seres participan del ser absoluto en cuanto son; esta relación constituye para él la esencia y la unidad inteligible de los objetos conceptuales. Santo Tomás supuso que tanto el sujeto del conocimiento como la idea son inmateriales y para demostrarlo pensó que bastaría con enunciar el principio “quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor son de la misma naturaleza. Sin embargo, esta argumentación sirve también para demostrar que si las ideas son materiales, puesto que en realidad son contenidos de conciencia de naturaleza electroquímica, la razón es de su misma naturaleza.

La Escolástica albergó también al nominalismo. Esta corriente filosófica afirmaba que sólo las cosas individuales existen y todo aquello que tienen en común es el nombre que nosotros les damos. El universal es sólo un nombre, pero lo que nombramos es un individuo o una colección de individuos. Lo que los nominalistas no entendieron es que los universales no están designando cosas, sino que atributos de cosas que éstas tienen en común y que pueden ser compartidas por una cantidad de éstas. Si distintas cosas pertenecen a una misma clase, es porque tienen atributos en común, y estos atributos existen en la realidad, no sólo en nuestras mentes.



EDAD MODERNA



El racionalismo


La Escolástica no tardó en entrar en decadencia y tiempo después, ya en la Edad Moderna, Renato Descartes (1596-1650) intentó recons­truir una metafísica según la inalterable y tradicional aspira­ción de conocer la realidad objetiva en forma absoluta. Ocurrió que después del Renacimiento había surgido el problema de si podemos conocer las cosas tal como son, es decir, ¿son las cosas tal como las conocemos? El centro del problema era la cuestión de si la realidad puede ser conocida directamente o, más bien, mediada por nuestras representaciones mentales, esto es, a partir del propio sujeto cognoscente y no del mundo en sí. La realidad había dejado de ser evidente y se había tornado contradictoria. Resultaba entonces que el origen y el límite del conocimiento es el sujeto que conoce y que construye una realidad subjetiva.

Así, pues, el racionalismo le otorgaba un valor extremo a la razón entendida como la única facultad susceptible de alcanzar la verdad. Siguiendo la tradición platónica, los racionalistas afirmaban que la conciencia posee ciertos contenidos o ideas en las que se encuentra asentada la verdad. La mente humana no es un receptáculo vacío, ni una “tabla rasa” como defendieron los empiristas, sino que posee naturalmente un número determinado de ideas simples a partir de las cuales se fundamenta deductivamente todo el edificio del conocimiento. La característica fundamental de estas ideas es la evidencia, pudiendo así servir de fundamento para reconstruir con plena certeza el conocimiento. Y esta vez, Descartes anhelaba darle al conocimiento el rigor propio de las matemáticas. El criterio universal de la verdad, en el ideal platónico de eterna, necesaria e innata, lo centró, después de dudar metódica y absolutamente de todo, en la intuición exclusivamente racional de ideas claras y distintas, materia de todo conocimiento verdadero. Con inalterable fe en las esencias eternas, se movió desde la duda metódica hacia las verdades absolutas, de las cuales encontró que la primera y más evidente es la de cogito, ergo sum. Ésta, de un subjetivismo absoluto, donde prima el sujeto sobre el objeto y la conciencia sobre el ser, le sirvió de punto de partida para deducir sistemáticamente una metafísica.

A pesar de ser un pensador tan marcadamente mecanicista, Descartes fundamentó su metafísica, no en el ser, sino que en la substancia, la que definió como “aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Afirmó la existencia de tres substancias distintas: res infinita o Dios, res cogitans o pensamiento y res extensa o substancias corpóreas, lo cual lo condujo al establecimiento de un acusado dualismo que escindió la realidad en dos ámbitos heterogéneos, lo espiritual y lo corporal o material, aquello que conoce y aquello que sólo posee materia. Ambas substancias son irreconciliables entre sí y están regidas por leyes absolutamente divergentes. El solo pensar en la existencia de lo inmaterial es razón suficiente para asentar la existencia del alma, que no es otra cosa que el pensamiento, la res cogitans, y que identifica con la conciencia. Por su parte, la res extensa es el ámbito del cuerpo, el que está circunscrito por algún lugar, llenando un espacio. Puede ser sentido por los órganos de sensación y puede ser movido por causas externas. El cuerpo es “espacio lleno”. Esta radical distinción acentuó la dualidad aristotélica y estuvo en el origen de una de las dos corrientes de la filosofía moderna, el racionalismo.

Aunque no fue adoptado por todos los racionalistas (Leibniz, por ejemplo), el mecanicismo fue el paradigma científico predilecto para la mayoría de ellos. Según éste, el mundo es concebido como una máquina, despojada de toda finalidad o causalidad que vaya más allá de la pura eficiencia: todo se explica por choques de materia en el espacio (lleno) y no existen fuerzas ocultas o acciones “a distancia”. El mundo es como un gigante mecanismo cuantitativamente analizable.

Posteriormente, Baruch Spinoza (1632-1677), heredero crítico del cartesianismo, afirmó la existencia de una única substancia, “Deus sive substantia, sive natura”, que identifica a Dios con la naturaleza y que le hizo desembocar en una postura panteísta. El pensamiento y la extensión son atributos de Dios, única substancia existente, por lo que tanto el pensamiento (alma) como las cosas materiales no pueden ser consideradas sino como sus modos, no como entidades independientemente existentes.

Un importante exponente del racionalismo fue Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Él adoptó un pluralismo metafísico que afirmaba la existencia de infinitas substancias simples o mónadas caracterizadas por ser inextensas, simples, impenetrables y dotadas de percepción y apetición. La mónada es una cierta energía, fuerza o entelequia (alma) que sigue el orden inexorable de una armonía preestablecida por Dios. Las mónadas contienen, "como semillas", una perspectiva parcial de la totalidad del universo y son un microcosmos en el que se refleja el macrocosmos. En su libro Characteristica universalis Leibniz escribió, adhiriendo al pensamiento platónico: “Platón afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocer es, por tanto, un recordar (anamnesis)”. Leibniz distinguió las verdades de hecho de las verdades de razón. Las primeras son como que el día sigue a la noche y la noche al día, pero que no se puede inferir que así será necesariamente, en tanto que las segundas son propias de la matemática pura, la lógica, la metafísica, la moral, la teología natural y la ciencia natural del derecho. Para él las verdades de razón son enteramente ciertas, eternas y necesarias. Señaló que el dibujo de un círculo, aunque nos esmeremos en hacerlo perfecto, no se puede comparar con la idea de círculo, la que supuso innata, y el intelecto debe poseer estas ideas desde la eternidad.


El empirismo


Paralelamente al racionalismo, surgió el empirismo, principalmente en Gran Bretaña. Opuesto a una metafísica de verdades inmutables, eternas, necesarias y universales, el empirismo enfatiza el papel de la experiencia. El conocimiento se limita a la experiencia inmediata de la realidad sensible ligada a la percepción sensorial. El empirismo afirma que las verdades son adquiridas y que únicamente la experiencia sensible decide lo que es la verdad, como también el valor, el ideal, el derecho, la religión. Puesto que la experiencia no tiene término, la verdad nunca concluye, siendo todo relativo. El sentido adquiere hegemonía sobre lo inteligible, lo útil sobre lo ideal, lo individual sobre lo universal, el tiempo sobre la eternidad, el querer sobre el deber, la parte sobre el todo, el poder sobre el derecho.

John Locke (1632-1704) abordó, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1650), la problemática del conocimiento humano develada por la duda cartesiana, y desencadenó una contienda en torno a su fundamento, certeza y extensión, lo que imprimió su sello a toda la especulación filosófica de los siglos XVII y XVIII. El primer problema que planteó fue acerca del origen del conocimiento, afirmando con gran sentido común y contra Descartes que en nuestra mente no existen ideas innatas, ya que los niños no las tienen y los adultos de diferentes culturas tienen distintas ideas y no tienen otras. Por el contrario, para él la mente blanca, limpia y sin idea alguna, quam tabulam rasam, se provee de éstas exclusivamente por medio de la experiencia. Supuso que todo lo que conocemos lo percibimos primeramente a través de los sentidos como impresiones simples, y luego la experiencia del sentido interno, que es la reflexión, el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda, componentes de nuestra conciencia, las modela y transforma en ideas complejas. Él supuso también que los sentidos perciben ciertas cualidades primarias que son objetivas, como el movimiento, el número y la forma. Pero también los sentidos reciben cualidades secundarias de la realidad sensible, como olores, sabores, colores, sonidos, durezas, temperaturas. Puesto que éstas son eminentemente subjetivas, variando de sujeto a sujeto, Locke renuncia al conocimiento de verdades objetivas y sobre todo absolutas. Por su parte, el conocimiento llega a ser “la percepción de la conexión y conveniencia o desacuerdo y repugnancia de algunas de nuestras ideas” y la verdad es cuestión sólo de palabras.

Sin embargo, todo el caso levantado por Locke en favor de una idea que proviene de la experiencia sensible se derrumba cuando, analizando lo que él entiende por idea, podemos concluir que no es otra cosa que una representación mental de un objeto sensible, lo que deberíamos llamar más propiamente “imagen”. Una imagen no es en realidad una idea en el sentido de concepto, sino que tan solo una de sus unidades discretas en una escala inferior. Debemos pensar, por el contrario, que una idea es más bien un concepto, una esencia o una parte de una relación ontológica, nociones que Locke expresamente rechaza. Tanto sus cualidades primarias como las secundarias son propiamente “accidentes”, en la terminología aristotélica de la metafísica, y no tienen existencia por sí mismas, sino en la substancia. Incluso la capacidad que Locke asigna a la mente para asociar y combinar ideas simples y producir así ideas complejas, que pueden ser de substancia (cosas individuales que existen), de modo (las que no existen en sí mismo sino en una substancia) y de relaciones (que describen asociaciones de ideas), no logra describir las relaciones ontológicas que la mente genera en su acción. Más aún, cuando él se refiere a abstracción, la define como la capacidad para generalizar en un nombre genérico para designar o nombrar de modo más práctico y simplificado los distintos individuos que se asemejan o que pertenecen a una misma especie. Su concepto de abstracción rompe con la abstracción aristotélica en cuanto a captación de la esencia de un objeto, y se queda sin explicar que nuestra mente pueda tener conceptos tan abstractos, como existencia, sustancia, ser, que dejan ya de representar inmediata o directamente los objetos sensibles individuales, pero que él los usa.

Tampoco Locke podría explicar qué es entonces lo que nos distingue de los animales, pues ellos también pueden tener igualmente representaciones mentales de los objetos sensibles y generalizar las imágenes de los individuos de una misma especie. Una cebra no se pregunta si el objeto que percibe es tal o cual leona para decidir huir. Corre para salvar su pellejo apenas percibe cualquier leona en pose agresiva, ya que sabe de antemano que toda leona puede atentar contra su existencia. Así, pues, la cebra llega a tener una imagen distinguible y genérica de leona. Una imagen genérica es incluso más de lo que el nominalismo propio de los empiristas estaba dispuesto a aceptar. Y si la cebra pone más atención en el objeto percibido, puede incluso percibir rasgos que llegan a corresponder a alguna leona en particular que ya conoce y cuya imagen guarda en su memoria. Estas imágenes incluyen color, sonido, olor, solidez, fuerza, extensión corpórea, figura, movimiento, peligro, amenaza y otras “ideas simples”, según el listado empleado por Locke.

Otro inglés y también empirista, David Hume (1711-1776), afirmaba tres cuartos de siglo después en su revolucionario libro, Investigación sobre el entendimiento humano, 1748, “todas nuestras ideas... son copia de nuestras impresiones...” Siguiendo a Locke, su filosofía se contrae a lo puramente inmanente, imaginario y subjetivo. Distingue en forma más estricta que aquél entre impresión e idea (en itálica para designar, en realidad, imagen). La primera son las sensaciones, que son lo que perciben los sentidos en forma inmediata. La segunda son los contenidos mediatos, más débiles y pálidos que las impresiones, pero que constituyen el mundo de lo pensado (en itálica para designar propiamente lo imaginado). Si uno mira un árbol, tiene la impresión de un árbol. Si cierra los ojos, tiene la idea de un árbol. Para él, la idea es una copia débil de la impresión. Razonaba que “si no hay impresiones, entonces no hay ideas”, lo que es imposible. No cae en cuenta que se trata de una relación causal entre dos escalas distintas,.

Proseguía que con el material recibido de la experiencia, podemos efectuar con la imaginación combinaciones mecánicas que ensanchan y enriquecen nuestro conocimiento. Esto se realiza por medio de la asociación de ideas. Hume enumera tres princi­pios de asociación: semejanza (una pintura que vemos lleva en seguida nuestro pensamiento [léase imaginación] al objeto representado), continuidad espacio-temporal (la mención de determinado aposento de una casa nos trae a la mente la idea de los aposentos colindantes), y causa y efecto (cuando pensamos [léase imaginamos] en una herida, pensamos [léase imaginamos] también en el dolor). Posteriormente, en la elaboración de sus ideas, Hume reduce todo el orden del mundo y de la ciencia a la asociación por continuidad del tiempo y el espacio.

La certeza de la asociación es materia de la experiencia. Así, la realidad representada se reduce a esta actividad puramente subjetiva y psíquica, dejando sin correspondencia el objeto representado. Distingue verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son asociaciones de ideas que tienen validez por la pura actividad de la mente y sin referencia a ninguna existencia real, como sería el caso de toda afirmación que se ofrezca con una evidencia intuitiva o demostrativa, como en la geometría, el álgebra y la aritmética. Por su parte, las verdades de hecho nunca son necesarias y no se pueden deducir del conocimiento de la funcionalidad de las distintas cosas. Estas verdades pertenecen a la asociación de causa-efecto donde ambas son enteramente distintas, no pudiendo el efecto descubrirse en su causa, sino que sólo por la experiencia inductiva. La experiencia no es otra cosa que lo que llegamos a asociar en la continuidad del tiempo y el espacio, donde vemos que un evento determinado sigue siempre a otro evento determinado, sin llegar nunca a saberse por qué ocurre esta relación de causa-efecto. Hume afirma que la experiencia es más costumbre y hábito.

Al definir un objeto, no es su contenido real objetivo lo que determina su inteligibilidad, sino que es decidido por los diversos comportamientos psíquicos del sujeto que lo piensa. La verdad de los aspectos objetivos de la realidad se reduce a los sentimientos subjetivos humanos. Hume dice: “La necesidad de una acción cualquiera ya sea de la materia, ya de la mente, no es, propiamente hablando, una cualidad en el agente (objeto), sino en algún pensante o inteligente (sujeto), que puede considerar la acción, y consiste principalmente en la determinación de sus pensamientos para inferir de ciertos objetos precedentes la existencia de aquella acción”. La dependencia de un efecto a su causa no depende de la relación causal objetiva, sino del pensamiento que puede inferir por la experiencia que un efecto deriva de una causa. No existe para él una conexión objetiva entre la causa y el efecto. El efecto no puede ser deducido de la causa, pues nadie es capaz de decir, sólo con mirar la esencia de una cosa, qué efectos producirá. Decía que “en toda la metafísica no encontraremos representaciones que sean más oscuras en inciertas que las de poder, fuerza, energía y conexión necesaria”. Tanto como critica el concepto tradicional de la metafísica de causa, también critica el de substancia. Para él la substancia no es más que una colección de ideas simples que están unidas en la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas. La unión proviene de la costumbre.

La noción de “idea”, que era equivalente a “concepto”, con el advenimiento del empirismo comenzó a designar tanto “concepto” como “imagen”. Con Kant y el Idealismo alemán el término “idea” vuelve a referirse a “concepto”.


Kant


Con Immanuel Kant (1724-1804) la filosofía vuelve a ser investigación de los últimos principios. Él intenta obtener una visión sistemática de la totalidad del ser a partir de un principio unitario y hacer una síntesis del racionalismo y el empirismo relacionado con la posibilidad o la imposibilidad de la metafísica y centrando el problema en la razón misma con su conocer. Del racionalismo toma la tesis de que las proposiciones de la ciencia deben tener valor universal y necesario; del empirismo toma la tesis que la ciencia debe interrogar a la experiencia sensible.

El prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Para Kant el conocimiento es una actividad desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del sujeto. Existen algunos enunciados sintéticos a priori, esto es, algunos enunciados que nos dicen cosas sobre el mundo y que pueden ser conocidos sin recurrir a la observación empírica y que, como son a priori, entonces son necesarios. Por tanto, para él “el tema capital es qué y cuánto pueden conocer entendimiento y razón independientemente de toda experiencia”. Supuso que los conceptos metafísicos están más allá de la experiencia, siendo juicios sintéticos a priori. Creyó tener fundamentos reales en la naturaleza de la mente humana para admitir la existencia de estos juicios, y consideró que este supuesto descubrimiento constituye la base de la crítica. Su filosofía trascen­dental es la doctrina que estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en el pensamien­to a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu.

Si Kant hubiese estado libre de los prejuicios de considerar la realidad sensible como caótica y también de adherir a la dualidad espíritu-materia, tal vez hubiera considerado el entendimiento, o pensamiento abstracto, como la facultad cognoscitiva de integrar las imágenes, común a todos los animales y que son las representaciones directas de las cosas sensibles, en ideas o conceptos, y la razón, o pensamiento lógico, como la facultad cognoscitiva de procesar los conceptos en forma lógica. Así se hubiera acercado mucho más al verdadero proceso del conocimiento. Tal como llegó entonces a comprenderse, la distin­ción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y concebirlo como un conte­nido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al sujeto.

Entendimiento y razón

En su Crítica a la razón pura (1781) Kant trata de determinar los fundamentos y los límites de la razón humana. Propuso una doble división, que los juicios o enunciados son analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los juicios analíticos, están sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los juicios sintéticos, están en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los juicios analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los juicios sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los juicios: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los juicios a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los juicios a posteriori necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo ‘a priori’ es necesario (no puede no suceder) y lo ‘a posterior’i es contingente (puede no suceder).

El problema propio de la razón pura es, pues, ¿cómo son posibles estos juicios? Kant hace ver que los juicios sintéticos a priori son posibles y de hecho se realizan en el ámbito de las matemáticas y la física pero no en la metafísica. Tal como para Hume el principio de causalidad no es necesario porque se origina en la experiencia sensible, para Kant, en cambio, este principio es ciertamente necesario, pero se debe buscar la fuente de esta necesidad. El problema que tuvieron ambos fue desconfiar en que precisamente en la realidad sensible se encuentra esta necesidad; para ellos la influencia de Platón era aún muy fuerte.

Para llegar a demostrar la posibilidad de los juicios sintéticos a priori Kant debió primero explicar qué pueden conocer el entendi­miento y la razón, es decir, cómo los objetos son posibles en el pensamiento: “Si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia  ̶ como había afirmado una vez Aristóteles ̶  no por eso se origina todo él de la experiencia”. Y en otro lugar, Kant agrega: “Nuestro pensa­miento se origina de dos fuentes básicas del espíritu: la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representacio­nes, en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensa­miento un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación”. Mientras para Leibniz las ideas y las verdades eternas son objetos ya dados y encontrados por la mente, para Kant y el Idealismo alemán el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento. De este modo, para Kant la sensación entrega lo múltiple y vario, lo caótico e informe. Este material bruto de las impresiones sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía ca­rente de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos comportamos pasiva y recep­tivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo.

En contra de la intención de Kant, los juicios sintéticos a priori no pueden existir, siendo ambos términos contradictorios. En el último análisis, los juicios sintéticos a priori o son analíticos o son a posteriori. Por ejemplo, el juicio “lo que tiene forma tiene tamaño” es analítico.

Phenomena y noumena

También Kant distinguió entre phenomena, o las cosas para mí, es decir, como aparecen, y las “cosas en sí”, que llamó “noumena”. Lo que él denomina “cosa en sí” es aquello que, aunque perteneciente a la actividad del pensamiento, no puede traducirse a puros términos cognoscitivos y no es completamente representable como un producto de la actividad del sujeto. Para él existe un mundo real, el de las cosas en sí, que él denomina mundo nouménico. Éste posee una serie de características que no podemos ni siquiera imaginar, y nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto mate­rial de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocer­la por entero. En cambio, el fenómeno es únicamente la apa­riencia de la cosa en sí, la que permanece completamente inaccesi­ble al sujeto. El fenómeno es un elemento material que es asumido en el entendimiento por condiciones formales “a prio­ri”. No obstante, estas formas son inmateriales, pues pertenecen al entendimiento, que es inmaterial.

La distinción entre phenomena y noumena corresponde en cierto modo a la que, como vimos más arriba, Aristóteles y, más de un milenio y medio después, los tomistas hicieron entre substancia y accidente. La diferencia entre la distinción kantiana y la aristotélica es que la primera se refiere puramente a las esencias, en tanto que la segunda se refiere al ser existente, para el cual la esencia es sólo una parte, la forma. Podemos establecer que, en cierto modo, lo que conocemos de una cosa es aquello que se manifiesta de ella, el fenómeno. El “material” que aporta es asumido por nuestros sentidos, los que perciben las cosas según las señales que captan, pues nuestro intelecto, tal como el ojo que está adaptado a captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha evolucionado para poder conocer precisamente la realidad como aparece. También para Aristóteles el conocimiento sensible es aquel de los accidentes, estando la substancia oculta de nuestros sentidos. A diferencia de Aristóteles, para Kant la substancia es la cosa en sí, y es reconocida por el intelecto a través de los accidentes o atributos, pues es el sujeto de aquellas otras cosas que le son predicadas tanto en el orden esencial como en el orden accidental.

Filosofía trascendental

Para Kant el conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos. Resultado de la intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el noúmeno) es por definición incognoscible. El proceso del conocimiento culmina en la unidad suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales del todo, conformando el objeto inteligible. Este forzado y complejo proceso, que transforma lo material en inmaterial mediante la imposición de la forma a priori, obliga a postular un objeto del conocimiento como un contenido de conciencia y separado por completo de la cosa en sí.

Para referirse a la conjunción de lo sensible del objeto y las “categorías” del sujeto, que son las “nociones intelectuales puras”, distintas de las ideas o “nociones racionales puras”, Kant acuñó la noción de “esquematismo trascendental”. En primer lugar, el término “trascendental” significaba para Kant “todo conocimiento que se ocupe, en general, no tanto de objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste ha de ser posible a priori”. Por esquematismo trascendental él entendía la “homogenei­zación de los planos empírico y categorial”. El plano categorial es una permanencia lógico-estructural que fija la variación de lo sensi­ble en relaciones constantes, las formas constantes de represen­tación del mundo lógicamente encadenadas. Por su parte, el plano empírico es una representación, una figura de lo sensible que se diferencia en el tiempo y el espacio. Para Kant tanto el espacio como el tiempo no son inherentes a la relación causal ni siquiera son formas que pertenezcan a la realidad sensible, sino que a la sensibilidad humana, y por tanto, son anteriores a la experiencia; no son conceptos de la mente, sino que intuiciones sensibles a priori.

El problema latente que debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente aprióricas, estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Decía: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema trascendental”.

El esquematismo refleja también el problema de las relacio­nes entre el determinismo del mundo fenoménico material y la actividad sintética, libre y espontánea de un yo espiritual. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nico­lás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. Sin embargo, este regirse no significa que en la relación entre sujeto cognoscente y objeto inteligible es posible separar uno de los dos términos, considerándolos como principio único para fundamentar el otro o para fundamentar la relación misma. Para él, en el criticismo está este difícil equilibrio.

La crítica kantiana

Kant consideró al esquematismo como el núcleo central de la crítica, que es el análisis y las condiciones del conocer. La crítica fija el límite del conocimiento, lo que significa la imposibilidad de conocer la cosa en sí, el mundo nouménico. El objetivo de esta crítica era entonces mostrar a través de la investigación en cada una de las facultades cognoscitivas humanas cómo es posible una metafísica y en qué sentido. Este intento, como él mismo reconoce, fue abordado por los empiristas, en especial Hume, debido a la crítica de la inducción llevada a cabo. Con la aclaración de que todo lo universal y necesario no puede venir del objeto sino más bien del sujeto, se fundamentó nuevamente la posibilidad de la inducción científica.

La crítica de Kant produce una contradicción: la filosofía se reduce a la actividad misma de la crítica, por la cual se denuncia la imposibilidad de una metafísica filosófica. El pro­blema de la relación entre sujeto y objeto, ligado a la cosa en sí, el cual, a su vez, está encadenado al límite que ejerce la cosa en sí, es decir, a la crítica que parece impedir una filoso­fía total, fue fundamental para todo el pensamiento post-kantiano. El esquematismo se plantea como problema decisivo en el existencialismo y el positivismo. Sobre todo, la preeminen­cia del sujeto en cuanto rector de la actividad sintética entre representación y categoría es el punto con el cual se enlazaría, a continuación, el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel.



Siglos XIX y XX



Idealismo alemán


Pocas décadas después de Kant, el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) partió de la razón práctica kantiana y erigió al hombre con valor absoluto en el “yo” como fuente originaria de todo ser cósmico. Contrariamente a la teoría de la ciencia que Kant pretendió desarrollar, Fichte quiso trazar los límites del mundo de las representaciones, quitando al “yo” cognoscitivo y volitivo toda frontera y reduciendo todas las cosas al sujeto. Quería salvar la libertad y dignidad del ser humano frente a la naturaleza y la materia. El idealismo, al que adhiere y al que opone al dogmatismo, no admite más que representaciones que él hace emanar del “yo”, con lo cual éste queda libre e independiente. Por el contrario, según su comprensión y que pone como la alternativa al idealismo, el dogmatismo admite cosas en sí trascendentales al pensamiento, pero priva con ello al “yo” de su libertad y espontaneidad. Él no se podía explicar cómo algo que no es ni espíritu ni conciencia, como sería el material sensible, pueda ejercer un influjo en el espíritu y la conciencia. La espontaneidad del espíritu, que para los idealistas se trata de la razón, es incompatible con la materia y la cosa en sí. El espíritu crea todo conocimiento de la nada, deduciendo todo a priori y sin atender para nada a la percepción.

El espíritu pone en marcha el proceso evolutivo creador del ser mediante la dialéctica, invención del mismo Fichte. La tesis es el comienzo originario de toda conciencia donde el yo se pone a sí mismo “yo soy yo”. La antítesis es el “no yo” que sigue a la tesis como la izquierda a la derecha. La síntesis es el tercer paso del proceso que supera la contradicción y donde se puede reconocer la unidad del “yo” con el “no yo” en una originaria y fundamental subjetividad en el “Yo” absoluto. El devenir se explica cuando la síntesis se torna en una nueva tesis de un nuevo proceso que, así concatenado, no tiene fin. De este modo, con Fichte la deducción trascendental de Kant se convirtió en un puro y total formalismo inmanente del espíritu al oponer radicalmente el espíritu y la materia en una dualidad absoluta. Pero el idealismo de Fichte se erigió sobre una débil base. Que todo sea posición del “yo” y que estemos nosotros encerrados en una infranqueable contemplación de nuestras propias modificaciones es un punto de vista en extremo limitado.

El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854) también fue idealista. También él afirmó el espíritu como auténtico ser y fuente del devenir. Pero este espíritu es ahora independiente de nuestro “yo”, pues es un espíritu objetivo. Así pasamos del idealismo subjetivo de Fichte al idealismo objetivo de Schelling. Decía que para Fichte no caben más que dos filosofías: el dogmatismo, que admite las cosas en sí, y el idealismo, que no admite sino contenidos de conciencia; y entre ambas filosofías se debe elegir. Schelling quiere sumar los dos puntos de vista, buscando cómo lo objetivo lleva a lo subjetivo y cómo lo subjetivo lleva a lo objetivo.

Para Schelling la naturaleza es el mundo de lo objetivo, siendo más que un producto del “yo”. Se caracteriza porque está sometida a un proceso evolutivo, pues es como un organismo viviente dotado de alma y en crecimiento continuo, como todo lo vivo y animado, y se expresa ascendentemente en formas superiores. Detrás de la vida y el alma de la naturaleza está el espíritu que él identifica con la razón. Las realidades del objeto y de la naturaleza se explican a partir, respectivamente, del sujeto y del espíritu. Asimismo, detrás de la vida y el espíritu se revela la naturaleza. La naturaleza tiene el espíritu como su meta de desarrollo y en el que se contempla a sí misma conscientemente, siendo ésa su tendencia constante, porque siempre es espíritu. En la filosofía trascendental de Schelling el espíritu se objetiva, pues es su propiedad el proyectarse siempre en una representación sensible como naturaleza. Naturaleza y espíritu, objeto y sujeto, realidad e idealidad, son idénticos, pues la identidad penetra todos los aspectos. La naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible. Schelling, inmerso en el movimiento romántico de su época, asumió una postura extrema de elevar la razón no sólo por sobre la realidad, como es propio del idealismo, sino por sobre los hombres mismos, identificándola con un supuesto espíritu del universo.

Con otro filósofo idealista alemán, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), cuatro años mayor y compañero de Schelling, el Idealismo alemán alcanzó su punto culminante, lo que no quiere decir, su punto brillante. En primer lugar, acometió la empresa de mostrar el ser, en su totalidad, como una realidad espiritual y también como una creación del espíritu. Este espíritu es el mismo espíritu absoluto del mundo que está más allá del objeto y del sujeto, perdiéndose de este modo la antigua concepción del conocimiento donde objeto y sujeto se oponen. La filosofía de Hegel pasa a ser un idealismo absoluto. La idea no es ya el principio del sistema, sino que todo es Idea. Si la función del espíritu es conocer la verdad, lo objetivo es tal como es pensado, que es lo postulado por el idealismo objetivo de Schelling. Pero, buscando salvar la espontaneidad del espíritu, Hegel agrega que el pensar, en cuanto es verdad y se refiere al ser, es el pensar del espíritu del mundo cósmico, identificando lo racional con lo real, o, más bien, negando la distinción entre razón y realidad.

En segundo término, además de espíritu, lo absoluto es actividad por sí misma. En esto Hegel va también más allá que Schelling, quien había identificado el espíritu con la naturaleza. Aquél subrayó el devenir y la evolución de lo absoluto en los pasos necesarios del pensamiento. El espíritu se despliega incesantemente en una progresiva autodeterminación, sin perder por ello ni unidad ni identidad en la multiplicidad, pues resuelve siempre en sí mismo todos los contrarios a través de la dialéctica. Los conceptos, hasta ahora permanentes, pierden su estaticidad. Reeditando a Heráclito, Hegel supone que el ser necesita el devenir para ser, pero especifica que su unidad vence toda oposición y diversidad gracias a la síntesis dialéctica que tomó de Fichte.

Hegel desconfiaba naturalmente de la razón humana como albergue de la Idea Absoluta. Para él las ideas iban progresando mediante una dialéctica histórica. La Historia es “la explicitación del espíritu en el tiempo”. La Razón trascendente penetra la Naturaleza que la misma ha engendrado, aprehendiéndola en el curso del tiempo según la lógica dialéctica. La ver­dad, al establecer sus límites, genera una contra verdad fuera de dichos límites, contradicción que se resuelve en una nueva ver­dad, y a través del proceso dialéctico, la verdad iría surgiendo con mayor certeza en el curso de la historia a través de la conciliación de los contrarios, por lo que en cada etapa dialéctica se estaría generando mayor luz. La filosofía de Hegel se puede comprender como la dualidad espíritu-materia llevada a sus conclusiones lógicas.

El Idealismo alemán se derrumbó repentinamente a mediados del siglo XIX y el lugar fue ocupado por los materialistas y los científicos. El idealismo fue percibido entonces como algo extraño e imposible. Pero el idealismo no murió. Tiempo después renació con Jaspers y Heidegger, quienes se tornaron muy populares a mediados del siglo XX.


Fenomenología


Edmund Husserl (1859-1938), padre de la “fenomenología”, quiso devolverle a la filosofía el estatus científico que habría perdido a consecuencia de la facticidad en la que había quedado sumida por el positivismo de Comte, el psicologismo y el naturalismo de fines del siglo XIX. La fenomenología de Husserl sería una actitud crítica y radical para enfrentarse con las cosas –la realidad fáctica que la experiencia entrega–, o también un método del conocimiento para conocer la realidad de una manera objetiva, no quedándose en una mera explicación o descripción de los hechos, como el positivismo, sino adentrándose en las esencias de las cosas, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y el ámbito donde se hace presente esta realidad, que es la psiquis o la conciencia. Husserl distingue las cosas mismas de los fenómenos en la conciencia. Las primeras no consisten más que en ser un aparecer, un mostrarse, una manifestación en la que se aparece todo aquello a lo que le atribuimos ser. Pueden ser conocidas a través de la experiencia y conforman el mundo real, que es el conjunto total de los objetos posibles de la experiencia. Pero los fenómenos no se refieren a algo exterior de la mente. No hay ningún noúmeno o cosa en sí detrás del fenómeno y éste no es apariencia de ser, es decir, no es imagen o representación de algo distinto a su propio aparecer. Se conocen mediante una intuición esencial, pero no por la intuición sensible o la experiencia. Se encuentran en el ser autárquico de un individuo, constituyendo lo que él es. El aparecer tiene lugar en la conciencia y ésta no puede ser concebida como un ente o substancia determinada, ni siquiera como un ámbito en el cual aparecen las representaciones que concuerdan o no con las cosas exteriores.

Para Husserl, la conciencia es intencional porque siempre tiende (tender en latín se dice intentio) hacia algo, constituyendo al objeto como objeto y descartando su existencia extra-mental. Lo que vemos no es el objeto en sí mismo, sino cómo y cuándo es dado en los actos intencionales. El conocimiento de las esencias sólo es posible obviando todas las presunciones sobre la existencia de un mundo exterior y los aspectos sin esencia de cómo el objeto es dado a nosotros. Este proceso fue denominado epokhé por Husserl y se le caracteriza por poner entre paréntesis la existencia de las cosas, lo que se supone como “ya sabido”, para así intentar llegar a las “esencias”, es decir, va a las cosas mismas. La intencionalidad no una propiedad de los actos psíquicos, sino la estructura misma de la conciencia. A partir de Descartes la filosofía se convierte en una filosofía de la conciencia. En efecto, el cogito (yo pienso) se transforma en el punto de partida de todo filosofar desde el cual se intenta alcanzar el mundo real. La filosofía de Husserl es también una filosofía de la conciencia, pero de la conciencia intencional. Esto significa que la conciencia, lejos de ser una cosa o un ámbito vacío, es una relación a un objeto. Más tarde introduce el método de reducción fenomenológica para eliminar la existencia de objetos extra-mentales. Quería concentrarse en lo ideal, en la estructura esencial de la conciencia. Lo que queda después de esto es el ego trascendental que se opone al ego empírico. Lo que esta filosofía estudia son las estructuras esenciales que hay en la pura conciencia, el neomata, y las relaciones entre ellos. 

Husserl llama “nóesis” al acto psíquico individual intencional de pensar y “nóema” al contenido objetivo intencional del pensamiento. Distingue entre los actos mediante los cuales la conciencia tiende hacia su objeto y que tiene distintos modos de ser representados y al contenido de esos actos o término de la referencia. El primero es la nóesis, que es un acto subjetivo de la conciencia. El segundo es denominado nóema, y es un aspecto objetivo de la conciencia. Es el nóema el que valida y explica la nóesis. Esta distinción se basa en que el contenido es independiente del acto de pensamiento. Husserl entiende la conciencia como “conciencia pura” cuando ésta se halla reducida por reducción fenomenológica y llama luego “trascendental” a todo aquello que se refiere al ámbito de la conciencia pura por oposición al ámbito del mundo empírico. Con esto él propone una “lógica pura”, esto es, una lógica independiente de toda experiencia e incluso de la psicología. En definitiva, esta lógica no es otra cosa que la intelección de las esencias y de las conexiones ideales entre esencias. De esta manera, Husserl sitúa a la ciencia en el ámbito de las esencias y su fenomenología retorna a una suerte de platonismo.


Existencialismo


El filósofo existencialista alemán, Karl Jaspers (1883-1969), quiso dar una explicación de la existencia. Según él el ser humano tiene ante sí la realidad del mundo que es primeramente la existencia de los objetos reales que ocupan las ciencias particulares. El no filósofo toma esta existencia como cosa evidente y aproblemática. Pero desde una perspectiva filosófica, se puede advertir que no se ha dado una visión uniforme y unitaria de la realidad, pues siempre se absolutiza una parte que se toma por el todo. Así, el positivismo considera lo cuantitativo-mecánico como si fuera todo lo real, y el idealismo hace lo mismo con el espíritu. Además olvidan que los contenidos de conciencia no tienen validez universal, pues el hombre piensa “existencialmente”, donde cada concepto tiene su sello de singularidad incomunicable e insustituible. Sin embargo, para no caer en la condena de la fenomenología contra el relativismo y el psicologismo, Jaspers no osó relativizar el pensamiento y disolver la ciencia. Consideró la existencia como un juego combinado de vida y espíritu. De este modo, si sólo se salva la vida, se cae en una ciega brutalidad, y si sólo se salva el espíritu, se llega a un universalismo vacuo. Los dos polos de la existencia son, por tanto, razón y existencia. Ambos son inseparables, pero distintos. La razón ilumina la existencia y la existencia llena de contenido la razón. Sin embargo, el mero hecho de saber no explica la existencia. Ésta, como síntesis de vida y espíritu, es propiamente una actitud, un comportamiento para consigo mismo. El esclarecimiento de la existencia no es conocer objetos, sino que es una llamada a las propias posibilidades. El ser humano existencial no puede petrificarse en ninguna verdad dogmática, sino que debe estar constantemente abierto y dispuesto a aprender, pues no hay verdades definitivas. La verdad consiste en existir.

Martín Heidegger (1889-1970) propugnó una refundación de la metafísica, destruyendo la precedente. Según él, ésta puso siempre un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. En Descartes este ente fue la res extensa; en el idealismo, fue la idea. Quería que la metafísica fuera una auténtica ontología fundamental. Para ello, comenzó haciendo una interpretación del ser existente, que llamó Dasein, que es precisamente el existente humano. Fue el mismo punto de partida de Kant que Heidegger toma como evidente. Pero ese Dasein no es ya conciencia, sino existencia, la que interpreta como “estar ahí”, en el tiempo y en el mundo, pero siendo anterior. Pensar es sólo un modo de existir del existente, con lo que se sitúa más allá del idealismo y el realismo. Todo ente es existente, pero en un tono no ontológico, sino que antropológico, ético, psicológico, pesimista. Heidegger cobró fama de filósofo de sentido trágico, pero, en realidad, su tema de filósofo no fue ni el ser humano ni la existencia, sino única y exclusivamente el ser. Quiso establecer que el ente no está jamás sin el ser. Lo que existe es el ser. El ser humano es sólo sujeto en cuanto que, lejos de ser él Logos, es aquello que se encarna en el Logos, en la suma del ser, adicionándose a sí mismo a dicha suma. El ser humano no es, por tanto, el ser, ni el amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. El ser otorga sus gracias en el pensamiento y el lenguaje del ser humano. Mientras otros consideran al ser humano como substancia, en Heidegger es pura “ex-sistencia”, vacío tanto de naturaleza como de esencia. La esencia del ser humano es su no subsistir en sí mismo, es decir, su incomprensibilidad desde el punto de vista de la substancia. Heidegger está en contra del subjetivismo tanto de la metafísica de las esencias de la tradición platónica-aristotélica como del Idealismo alemán, pues para éstos la esencia se presenta como función del sujeto, siendo, por tanto, antropocéntrico. Habría que preguntarse si el “ser” de Heidegger es en realidad algo más que el “ente”. Su impreciso lenguaje no logra aclararlo. Para tan ambicioso comienzo, la única respuesta que Heidegger consigue concretar a la cuestión del ser es que “es él mismo”.


Empirismo lógico


Paralelamente al existencialismo, se desarrolló el empirismo lógico que fue una natural continuación del empirismo de Hume. El empirismo lógico, también llamado positivismo lógico, es una corriente en la filosofía analítica que surgió durante el primer tercio del siglo XX, alrededor del grupo de científicos y filósofos que formaron el célebre Círculo de Viena. No sólo rechazó toda metafísica por ser no sólo inútil y contradictoria, como la entendió el positivismo del siglo XIX, sino desprovista de significado. Con una patente inhabilidad para aquilatar la capacidad humana para abstraer y estructurar conocimiento en escalas superiores los problemas metafísicos fueron considerados como pseudo problemas y sus enunciados, como meras proposiciones gramaticales que carecen de verdadero sentido, pues aquello que puede ser verdadero sólo puede relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico. En el punto de partida sensista y empírico y en la aversión de la metafísica coincidieron el empirismo lógico y el positivismo clásico. El primero difirió del segundo en la aplicación sistemática de un método propio, el análisis lógico del lenguaje, siendo éste el único campo que le reconoció a la filosofía. Lo que interesa fue la significación del lenguaje. Los enunciados significativos se dividen en analíticos y factuales. Los primeros nada dicen sobre la realidad; los segundos son rigurosamente empíricos y a posteriori. Aunque el empirismo lógico fue rechazado en sus mismos términos, su influencia perduró en lo que se conoce como filosofía analítica.

Si bien los empiristas lógicos intentaron ofrecer una visión general de la ciencia que abarcaba principalmente sus aspectos gnoseológicos y metodológicos, tal vez su tesis más conocida es la que sostiene que un enunciado es cognitivamente significativo sólo si o posee un método de verificación empírica o es analítico, tesis conocida como “del significado por verificación”. Sólo los enunciados de la ciencia empírica cumplen con el primer requisito, y sólo los enunciados de la lógica y las matemáticas cumplen con el segundo. Los enunciados típicamente filosóficos no cumplen con ninguno de los dos requisitos, así que la filosofía, como tal, debe pasar de ser un supuesto cuerpo de proposiciones a un método de análisis lógico de los enunciados de la ciencia. Sin embargo, pensadores como el físico israelí David Deutsch (1953- ) han señalado que el empirismo lógico encierra un conflicto inmediato con sus propios términos. Esto es debido a que la tesis mencionada del significado por verificación no sería según el propio criterio contenido en él un enunciado cognitivamente significativo, dado que ni puede ser verificado empíricamente (pues no se presta a comprobación experimental), ni es analítico (puesto que no se trata de un enunciado propio del razonamiento matemático).

El empirismo lógico adscribió sin crítica alguna a la doble división propuesta por Kant, que los enunciados son: analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori necesitan para ser conocidos que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).

Para los empiristas lógicos sólo podemos hablar de cómo es el mundo, y es porque lo percibimos mediante los sentidos. Los enunciados sintéticos acerca del mundo sólo pueden ser a posteriori, es decir, sólo comprobables empíricamente. El sentido de una proposición se determina por las experiencias sensoriales que nos pueden decir si esa proposición es verdadera o falsa. Si el sentido de una proposición se determina empíricamente, entonces para toda proposición con sentido en el lenguaje-físico, como “La Luna es redonda”, hay una proposición en el lenguaje-sensorial que le corresponde. Es decir, la oración “La Luna es redonda” puede reducirse a enunciados como “hay un objeto blanco y redondo en este momento tal que lo llamamos Luna”.

Sin embargo, hay otra manera de conocer el mundo, además de los sentidos, y es a priori, es decir, mediante el razonamiento lógico-deductivo, como las matemáticas, la lógica y los significados conceptuales. Sé que 2×2 es 4, siempre, y no necesito recurrir al mundo. Los conozco de manera a priori, sin experiencia. Pero, como lo conozco sin necesidad de experiencia, entonces no me dice algo sobre el mundo, siendo consecuentemente una proposición analítica. Ésta es verdadera sólo en virtud del significado y de las reglas estipuladas. 2×2=4 es verdadero por los usos estipulados que les damos a los signos '×' e ' = ', además de las reglas que seguimos al darles ese uso, y los significados que les damos a los signos 2 y 4. Por esto, todas las verdades a priori son, para los empiristas lógicos, analíticas. Como son a priori, deben ser necesarias y como todos los enunciados analíticos son tautologías, son siempre verdaderas. Por tanto, sólo se pueden calificar como proposiciones aquellas que son producto de la lógica, la matemática, y también que pueden ser empíricamente comprobadas. Toda otra oración es una proposición ficticia.


Filosofía analítica


Creer que la filosofía analítica es positivista es un error. “Filosofía analítica” es un término genérico para un estilo de filosofía que comenzó a dominar en los países de lengua inglesa, en el siglo XX, y se refiere a una tradición de hacer filosofía caracterizada por un énfasis en la claridad y la argumentación, comúnmente alcanzadas a través de la lógica formal y el análisis del lenguaje, y por un gran respeto por las ciencias naturales. En un sentido estrecho, “filosofía analítica” se usa para referirse a un propósito filosófico específico que usualmente se fecha entre 1900 aproximadamente y 1960. El propósito analítico en filosofía comienza con el trabajo de los filósofos ingleses Bertrand Russell (1872-1970) y George E. Moore (1873-1958), quienes desarrollaron un nuevo tipo de análisis conceptual basado en los nuevos avances en lógica.

Los filósofos analíticos criticaban en primer lugar a la metafísica tradicional, en especial la hegeliana, por su creencia que es capaz de dar información acerca de la realidad describiendo cómo es el mundo y presumiendo que esta descripción está formada por proposiciones significativas y verdaderas, y que todo ello es posible básicamente con el recurso de la razón. Para ellos la filosofía no puede ampliar nuestro conocimiento sobre la realidad, pues la única realidad es la empírica. Ellos pensaban en general que la filosofía tradicional no es una actividad legítima, porque los problemas filosóficos son ficticios y no se pueden solucionar por la experiencia. Sostenían que las proposiciones de la filosofía tradicional carecen de sentido; para ellos las únicas proposiciones legítimas son las meramente analíticas o tautologías (el todo es mayor que las partes) y las empíricas (hoy está nublado). Un análisis lógico del lenguaje puede aclarar la confusión de los enunciados de la filosofía tradicional. Sin embargo, creían que existe una forma correcta de hacer filosofía, y se reduce a la aclaración lógica del pensamiento mediante el análisis, debiendo delimitar lo pensable y con ello lo impensable. La filosofía sería el análisis de las proposiciones de la ciencia, que serían purificadas de todo sinsentido y toda metafísica, y fundamentadas en la teoría del conocimiento. Para las dos preguntas fundamentales de toda epistemología ¿qué se puede conocer? y ¿cómo se puede conocer lo que se puede conocer?, su respuesta es empirista: se puede conocer la realidad espacio-temporal, el mundo de los hechos o mundo empírico y se puede conocer como la ciencia natural conoce, que es mediante el recurso a la experiencia, es decir, mediante la percepción. A este propósito, que era claramente el de Hume, se añade una dimensión más, la del sentido: el límite de lo que se puede conocer es el límite del sentido, por lo tanto el mundo empírico es el ámbito de la realidad con sentido y el ámbito de lo que se puede pensar y se puede expresar mediante el lenguaje. Para los filósofos analíticos los únicos problemas se refieren a la realidad empírica, por lo que sólo pueden expresarse y solucionarse en el marco de las ciencias empíricas.

A continuación, haré una breve síntesis del pensamiento de dos filósofos de esta tradición que han tenido enorme influencia, Wittgenstein y Popper.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) fue no sólo un filósofo positivista y analítico; su preocupación principal fue la ética, la que incluye también la estética y la teoría de valores, y que subyace en su filosofía. En vida publicó sólo un libro, el Tractatus logico-philosophicus, en 1921. Después de su muerte se publicaron sus Investigaciones filosóficas, en 1953. Según Bertrand Russell su pensamiento se divide en dos periodos: un “primer Wittgenstein” o “Wittgenstein del Tractatus”, que influye en el Círculo de Viena, y un “segundo Wittgenstein” o “Wittgenstein de las Investigaciones”.

El Tractatus intenta explicar cómo funciona la lógica según había sido desarrollada hasta entonces por Frege y Russell. Muestra que la lógica es el andamiaje sobre la cual se levanta nuestro lenguaje descriptivo, que es la ciencia, y nuestro mundo, que es aquello que la ciencia describe por medio del lenguaje. Así, la tesis principal del Tractatus es la estrecha vinculación estructural entre lenguaje y mundo, hasta el punto que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. Los hechos son estados de cosas, o sea, objetos en cierta relación. Los hechos poseen una estructura lógica que permite la construcción de proposiciones que representen o figuren ese estado de cosas. Así, una proposición es la figura lógica de un hecho. El lenguaje descriptivo representa objetos y está formado fundamentalmente por nombres. Al igual que un hecho es una relación entre objetos, una proposición será una relación de nombres, los cuales tendrán como referencia los objetos. De esta idea tan básica Wittgenstein extrae su teoría de la significación –el sentido– y de la verdad. Una proposición tendrá sentido en la medida que represente un estado de cosas lógicamente posible. Esto no implica que la proposición sea verdadera o falsa. Para que la proposición sea verdadera, el hecho que describe debe darse efectivamente. Si el hecho descrito no se da, entonces la proposición es falsa. Si algo es pensable, se debe formular en una proposición significativa. El pensamiento, que es la figura lógica de los hechos, es una representación mental de la realidad y se rige por la lógica de las proposiciones. Existe una identidad entre el lenguaje significativo y el pensamiento. La realidad es aquello que se puede describir con el lenguaje. Sólo es posible hablar con sentido de la realidad.

Las Investigaciones filosóficas es el principal texto en que se recoge el pensamiento del llamado segundo Wittgenstein. El rasgo más importante de esta segunda época está en un cambio de perspectiva en su estudio filosófico del lenguaje. Si en el Tractatus él adoptaba un punto de vista lógico para analizar el lenguaje, el punto de vista de las Investigaciones es pragmático. No se trata de buscar las estructuras lógicas del lenguaje, sino de estudiar cómo se comportan los usuarios de un lenguaje, cómo aprendemos a hablar y para qué nos sirve. El significado de las palabras y el sentido de las proposiciones están en su uso en el lenguaje, por lo que preguntar por el significado de una palabra o por el sentido de una proposición equivale a preguntar cómo se usa. Puesto que dichos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra o de una proposición estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje. Estos juegos de lenguaje no comparten una esencia común, sino que mantienen un parecido de familia. De esto se sigue que lo absurdo de una proposición radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. Una tesis fundamental de las Investigaciones es la imposibilidad de un lenguaje privado. Para Wittgenstein, un lenguaje es un conglomerado de juegos, los cuales estarán regidos cada uno por sus propias reglas. El único criterio para saber que seguimos correctamente la regla está en el uso habitual de una comunidad. Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje: pertenecen a una colectividad y nunca a un individuo sólo.

Karl Popper (1902-1994) fue filósofo, sociólogo y teórico de la ciencia. Estuvo muy relacionado con el Círculo de Viena, pero nunca se confirmó positivista. Nos ocuparemos aquí de su epistemología. En La lógica de la investigación científica, 1934, él propone un criterio de demarcación que distinga y separe en forma tan objetiva como sea posible las proposiciones científicas de las más especulativas, como las proposiciones metafísicas. Mientras Popper estaba consciente del enorme progreso del conocimiento científico, los problemas metafísicos se resistían a ser disueltos a pesar de no mostrar avances significativos desde la Grecia clásica. Para Popper las proposiciones metafísicas pueden tener sentido y es legítimo discutir sobre ellas, discrepando con esto de los positivistas, para quienes dichas proposiciones carecen simplemente de sentido. Esta discrepancia se hizo extensiva a Wittgenstein, con el añadido de que Popper no incluye dentro de las proposiciones científicas aquellas del psicoanálisis y el marxismo, que para Wittgenstein sí tienen sentido. Este criterio de demarcación no decide sobre la veracidad o falsedad de la proposición, sino sobre si interesa ser discutida dentro de la ciencia.

La búsqueda de dicho criterio de demarcación aparece ligada a la pregunta ¿qué propiedad distintiva del conocimiento científico ha hecho posible el avance en nuestro entendimiento de la naturaleza? Para Popper una proposición es científica si puede ser refutada, es decir, susceptible de la verificación empírica, independientemente del resultado de la prueba. No coincidía con el inductivismo, según el cual cuando una ley física resulta repetidamente confirmada por nuestra experiencia, podemos darla por cierta o, al menos, asignarle una gran probabilidad. Pero tal razonamiento, como ya fue consignado por Hume, no puede sostenerse en criterios estrictamente lógicos, puesto que éstos no permiten inducir una ley universal a partir de un conjunto finito de observaciones particulares. Popper abandona por completo el inductivismo en favor de las teorías. Sólo a la luz de las teorías nos fijamos en los hechos. Y si los hechos contradicen la teoría, ésta debe descartarse o modificarse. Afirma que aunque nunca las experiencias sensibles –los hechos– anteceden a las teorías, éstas necesitan de la experiencia –de las refutaciones– para distinguir cuáles teorías son válidas –aptas– y cuáles no.

Para Popper la ciencia no es más que un conjunto de teorías o hipótesis provisionales que explican causalmente los hechos. Aunque las teorías e hipótesis estén inicialmente sostenidas por evidencias, se deben tratar de refutar para sostener su validez, pues una evidencia contradictoria puede surgir y refutar una antigua teoría y plantear una nueva hipótesis. Todas las ciencias poseen unidad en su método de planteamiento de teorías, ensayo y error, por el que se eliminan las teorías no aptas. Es imposible predecir la historia futura simplemente porque es imposible predecir los descubrimientos científicos futuros.

Thomas Kuhn (1922-1996) sostuvo que el cambio científico tiene el carácter de revoluciones científicas, que son momentos de desarrollo no acumulativo en los que un viejo paradigma es sustituido por otro distinto e incompatible con él.



CONCLUSIÓN



En resumen, existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que existieron ini­cialmente dos posturas: primero, la de Platón, quien separó una razón, considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y segundo, la de Aristóteles, quien supuso que la experiencia de la realidad gatilla la capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas parti­culares. Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a priori y a sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los poskantianos quisieron ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori, ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa y contingente.

Históricamente, la discusión filosófica se ha centrado en la epistemología y en si la verdad de lo que se puede conocer proviene de la experiencia sensible y/o de propiedades innatas y metafísicas. Las posturas particulares han ocupado todo el espectro de posibilidades. Mi postura, que se puede ver en mis monografías metafísicas y epistemológicas, es que uno puede llegar a proposiciones metafísicas a través de relaciones ontológicas cada vez más abstractas y metafísicas que nuestra mente tiene la capacidad para realizar y sólo a partir de la experiencia sensible realzada por el conocimiento científico y también de lecturas filosóficas orientadoras.




14. UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO HUMANO I




Desde los albores de la filosofía las diversas concepciones sobre qué y cómo conocemos han estado en la base de su epistemología, dividiéndose consecuentemente en diversas escuelas a lo largo de su historia y determinando sus demás ramas. La teoría del conocimiento que se expone a continuación es realista y monista. Ella proviene de dos libros electrónicos míos de reflexión (IV y V), escritos como pasatiempo a lo largo de más de un cuarto de siglo. En un tema tan espinoso, sospecho que esta teoría sea probablemente muy debatible.


Conciencia y realidad


El conocimiento trata sobre ‘qué’ aprehende la conciencia de la realidad, lo que es tratado por la epistemología. Una teoría del conocimiento versa sobre ‘cómo’ la conciencia aprehende la realidad. Una gran paradoja es que la realidad es de entes individuales y concretos, pero el conocimiento que tiene el sujeto es de ideas universales y abstractas, e intenta sin embargo ser verdadero. Otra gran paradoja es que en la realidad las cosas son múltiples y mutables, mientras que la idea, que es una representación de las cosas, persigue la unidad y la permanencia.

La conciencia es la capacidad mental que posee un sujeto para pensar, sentir y actuar para relacionarse con la realidad, es decir, ella es la capacidad para adquirir la representación de un objeto, ser afectado afectivamente, actuar sobre éste y memorizar esta experiencia. El sujeto humano es la persona, que es una unidad ontológica única e irrepetible; es una identidad que actúa, no instintiva, sino libremente; es una substancia que razona, delibera, intenciona y es responsable; es un organismo biológico transcendente; es un sujeto de conocimiento abstracto, sentimientos y causalidad autónoma; es una criatura capaz de relacionarse íntimamente con Dios. Progresivamente, desde el determinismo del instinto hasta la libertad de la razón, se distingue la conciencia de lo otro, la conciencia de sí y la conciencia profunda.

La realidad, que es lo que rodea al sujeto, es el lugar de los objetos. Éstos son individuales y concretos, múltiples y mutables y también son cognoscibles y relacionables. La realidad que el sujeto conoce es la sensible y, por lo tanto, pertenece al universo material. En la realidad no existen ideas ni significados. La realidad llegó evolutivamente a ser cognoscible y pensable por nuestra mente de modo análogo a la forma cómo el ojo humano es sensible precisamente a las longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas de mayor intensidad del Sol.

La verdad es la consonancia o conformidad de la conciencia con la realidad. Una imagen es la representación más individual y concreta de un objeto, en una relación prácticamente uno a uno. Mientras más universal sea la idea, habrá más significaciones e interpretaciones, pudiendo, en las ideas más abstractas, la verdad tornarse difusa y hasta contradictoria. La verdad se obtiene haciendo un esfuerzo crítico para desligarla de prejuicios y contradicciones y comprendiendo la causalidad que relaciona las cosas. La certeza, en cambio, se logra en el plano del conocimiento, no de las relaciones ontológicas, sino de las relaciones causales y su fundamento es la ley natural que resulta de aplicar el método empírico.


El cerebro


Frente a la ambivalencia del ambiente de ser tanto providente como destructor, el organismo requiere las aptitudes de un sistema de información del medio y un sistema de respuesta a sus variadas exigencias para sobrevivir. El sistema nervioso que surgió evolutivamente puede enviar instantáneamente señales respecto al ambiente. Las unidades discretas básicas de este sistema son las neuronas y las glías. Las primeras tienen propiamente las funciones de comunicación y almacenaje de información, transmitiendo o no señales o datos de información, conduciendo y transmitiendo señales, desde las dendritas hasta el axón, sin transportar propiamente energía, sino que señales eléctricas, y segundo, almacenando estas señales o datos. El sistema nervioso consiste en tres unidades discretas básicas: el cerebro o sistema nervioso central, la red nerviosa aferente o sensorial cognitiva-afectiva y la red nerviosa eferente o motora. Gracias a estas dos redes, el cerebro se relaciona con el medio externo tanto para ser afectado como para afectarlo.

Respecto al mecanismo cognitivo del sistema nervioso, éste consiste básicamente en traducir las manifestaciones electromagnéticas y gravitacionales, que provienen del medio externo, en sensaciones de impulsos nerviosos que la red aferente envía al cerebro. Allí, esta información es sintetizada en percepciones. A su vez, éstas estructuran imágenes, las que, en los seres humanos, llegan a ser las unidades discretas de las ideas. Incluso en ellos las ideas se estructuran en juicios y conclusiones lógicas. Nada hay en el intelecto que no haya pasado por los sentidos.  En el cerebro una emoción o una idea es un conjunto de impulsos electroquímicos que se van desplazando velozmente a través de y entre determinadas neuronas del cerebro. Una estructura psíquica requiere por tanto un medio neuronal activo (un determinado conjunto de neuronas unidas sinápticamente) para existir y sus unidades discretas son impulsos electroquímicos que se desplazan por este complejo. La función de la memoria es doble: adquirir y retener información, y evocar la información retenida.

El cerebro puede describirse analógicamente como una fábrica que contiene divisiones, las cuales están divi­didas en talleres, y éstos poseen máquinas. Digamos que las máquinas son las neuronas que procesan, en la escala de talleres, las sensaciones y producen percepciones. Los talleres procesan las percepciones y producen imágenes. Las divisiones obtienen ideas a partir de los insumos generados por los talleres. Si éstas pasan a través de la unidad de procesamiento lógico de la fábrica, el producto final son los juicios y proposiciones, para concluir en la profundización de la conciencia. Para almacenar tanto los insumos como los productos terminados todas estas etapas recurren a bodegas que representan memorias.

El cerebro fue un desarrollo ulterior del sistema nervioso. Él procesa la información y expide nuevas señales a los centros viscerales y motores para permitir una reacción apropiada a las exigencias del ambiente. Es la central receptora de las sensaciones con su enorme flujo de información que proviene desde los cinco sentidos, es el lugar formador de las percepciones, es el taller creador de imágenes, es la unidad sintetizadora de ideas, es el centro lógico de raciocinios, es el almacén de memorias que se guardan por décadas y que se recuerdan cuando es necesario, es el cuartel arbitrador de deseos, es el eje de otros muy variados procesos psicológicos, como el pensamiento instintivo, lógico y abstracto, el lenguaje y la comunicación, es el albergue de emociones y sentimientos, es el origen de las acciones intencionales e instintivas, y también es el centro controlador de cientos de músculos que funcionan simultáneamente para llevar a la acción los deseos que formula. Todas estas funciones mentales o psicológicas se efectúan en aquel montón de jalea grisácea sin ordenamiento ni organización aparente pero interconectada densamente de un modo unitario y no homogéneo.

El cerebro humano es el producto de una larga evolución biológica y fue moldeado por los avatares propios de su mecanismo, donde el azar, lo aleatorio, el indeterminismo y la oportunidad son la norma de la selección natural. El desarrollo de su gran tamaño y capacidad indujo probablemente la evolución de otros sistemas que a su vez lo reforzaron, como la capacidad de visión estereoscópica y la de oponer el pulgar contra los otros dedos de la mano. Este desarrollo tuvo por objeto regular y coordinar mejor las acciones del organismo respecto al ambiente y al tener la acción que depender más de la cultura que de las condiciones hereditarias y fijas propias del instinto privilegió el comportamiento intencional por sobre el comportamiento instintivo, lo cual resultó en una ventaja adaptativa extraordinaria al posibilitar a los individuos de la especie homo responder mucho mejor a las exigencias del medio y mejorar de este modo sus posibilidades para sobrevivir y reproducirse.

El cerebro es el único órgano biológico que permite una considerable adaptación plástica al ambiente para obtener recursos, abrigo, cobijo y medios de defensa: mientras mayor es la inteligencia, más se amplía la gama de medios que permiten una mejor supervivencia. Él evolucionó de modo tal que posibilitó a los individuos fabricar utensilios que extendieron las funciones de sus cuerpos y permitió el acceso al conocimiento por medio del lenguaje, que es lo que constituye la cultura, y la acumulación del conocimiento en la memoria colectiva. Estas modificaciones evolutivas, que perseguían únicamente la subsistencia de las especies homo dentro de un nicho ecológico dado, posibilitaron posteriormente la intervención de nuestra especie en virtualmente todos los nichos ecológicos de todos los ecosistemas de nuestra biosfera. En este desarrollo, cuya mecánica es asegurar la prolongación de la especie a través de individuos cada vez más aptos, la evolución del cerebro produjo en los humanos un órgano –probablemente la concentración de masa más complejamente organizada y funcional del universo– capaz de conocer en forma abstracta, razonar en forma lógica, comandar la acción en forma intencional y albergar sentimientos. Estas mutaciones resultaron ser tan en demasía favorables para la prolongación de nuestra especie que para multitudes de otras inocentes especies nos hemos transformado en una devastadora plaga depredadora.


La mente


La distinción entre mente o intelecto y cerebro proviene de considerar al cerebro como una estructura fisiológica y a la mente como el conjunto de las funciones psicológicas de dicha estructura. Ésta constituye a su vez una estructura psíquica con funciones psicológicas en escalas incluyentes de estructuración. La imagen de una vela encendida puede servir de analogía para comprender el cerebro, sus funciones psicológicas y sus productos psíquicos. La vela, que representa el cerebro, es un objeto tangible y palpable. La llama, que representa la mente y sus manifestaciones psicológicas, es producto de la cera, el pabilo y el oxígeno, que representan las neuronas, sus conexiones, los vasos sanguíneos y el flujo electroquímico del cerebro. La función psicológica produce tres tipos de estructuras psíquicas diferenciadas: la cognitiva, la afectiva y la efectiva, las que se reúnen en la conciencia. Todas las funciones psicológicas del cerebro generan la mente, como el aprendizaje, la memoria, el entendimiento, el pensamiento, las representaciones de las cosas, el raciocinio, el juicio, los sentimientos correlativos que se estructuran acerca de éstas y la intervención intencional sobre las mismas, que estamos ahora considerando. La mente es la estructura psíquica que produce el cerebro fisiológico, estando sustentada en éste.

La mente alberga los llamados ‘contenidos de conciencia’ estructuras psíquicas o representaciones, tales como las percepciones, las imágenes y las ideas que se generan a partir exclusivamente de las sensaciones. Nuestra teoría de la complementariedad de la estructura y la fuerza puede explicar este mecanismo. Ella establece por una parte que toda cosa está compuesta de la estructura y la fuerza como las dos caras de una moneda. Toda cosa es una estructura funcional, pues ejerce fuerzas y es receptora de fuerzas, siendo respectivamente causa o efecto en una relación causal. Una relación causal puede terminar un una estructuración o también en una desestructuración o destrucción estructural. También esta teoría establece que toda estructura se compone de unidades discretas funcionales, que son sus subestructuras y que pertenecen a la misma escala que es inferior y que son estructuras en sí mismas, y así sucesivamente en escalas inclusivas. También toda estructura es parte o unidad discreta de otra estructura de escala superior, y así sucesivamente a través de distintas escalas inclusivas.

Los contenidos de conciencia son las sensaciones, las percepciones, las imágenes y las ideas. Una idea más abstracta, o concepto, se estructura en una escala superior a partir de ideas más concretas mediante la relación ontológica. Las ideas concretas son estructuras constituidas por unidades discretas de una escala inferior de imágenes u objetos de percepción. Las imágenes son estructuras en una escala aún inferior compuestas por unidades discretas de percepciones. Las percepciones son estructuras consistentes en unidades discretas en una escala todavía inferior de sensaciones. Por último, las sensaciones son estructuras compuestas por unidades discretas en la escala básica de señales que provienen del medio externo a través de los sentidos de percepción.

Los contenidos de conciencia son representaciones significativas de alguna escala determinada y están referidos necesariamente a contenidos de conciencia de una escala inferior. Además, los contenidos de conciencia están referidos potencialmente a contenidos de escala superior. Una representación es una versión interpretada o reconstruida. La mente adquiere ideas a partir de la experiencia que nos viene a través de sensaciones de objetos de la realidad, es decir, produce algo que es abstracto y universal de algo que es concreto y particular. Ella relaciona los contenidos de una misma escala y los estructura en una escala superior, cuyos contenidos los vuelve a estructurar en una escala aún superior, y así sucesivamente hasta llegar a la idea más abstracta y universal posible. Podemos entender por relacionar precisamente estructurar. Los contenidos de conciencia de escalas superiores siempre están referidos a sus componentes de escalas inferiores y más primitivas. Siempre es una representación del objeto y siempre lo está significando. La veracidad de un contenido de conciencia, que es la calidad de su correspondencia con el objeto representado en cualquier escala, está en relación directa con la fidelidad que llegue a representar la cosa objetivada.

La capacidad de la mente humana para relacionar rápida e incesantemente contenidos de conciencia está detrás de una actividad de continua elaboración y reelaboración. La mente no genera fantasmas ni elabora fantasías a partir de la nada. Existe fuera de ella un mundo real, sensible, de donde primero extrae sus representaciones, las almacena en su memoria y las recuerda cuando es necesario. Luego, estos contenidos los ordena y reordena, los cambia y trastoca, los relaciona y combina permanente, sintética y críticamente para estructurar unidades en escalas sucesivamente incluyentes, hasta la obtención de ideas abstractas, juicios y conclusiones, que siempre están referidos a sus orígenes en el objeto, en un proceso que puede ser cada vez más complejo, sutil, fiel, certero, profundo y verdadero.

La mente avanza desde la multiplicidad y mutabilidad de lo individual de la realidad hacia la unidad e inmutabilidad de lo universal de la idea. Mientras la realidad se presenta como una diversidad de cosas aparentemente caóticas y sin mucha relación en medio de un continuo fluir y cambio, la idea abstracta en nuestra mente se refiere a conjuntos de cosas relacionadas en unidad y permanencia. Ocurre que estas características de unidad y permanencia se encuentran significativamente en las cosas de la realidad objetiva por lo que tienen en común, y nuestra mente tiene la capacidad precisamente de encontrarlas. Si nuestra mente puede abstraer elementos significativos y comunes de las cosas, pudiendo universalizarlos, es porque las cosas están constituidas por dichos elementos que el intelecto luego relaciona, comprendiéndolos. La mente evolucionó exigida por la lucha por sobrevivir justamente en la aparentemente caótica realidad. En consecuencia, podemos definir la mente como la capacidad para relacionar las representaciones de las cosas (sensaciones, percepciones, imágenes, e ideas o conceptos), buscando encontrar aquello que relaciona ontológicamente las cosas. La abstracción no significa un apartarse de la realidad concreta, sino que es una capacidad de la mente para racionalizar la realidad concreta y otorgarle universalidad y necesidad.

La mente tiene la capacidad para construir todo un mundo conceptual tan significativo como abstracto y que, aunque se trate de la más pura fantasía, está indisolublemente referido al mundo de las cosas concretas que nos rodean y experimentamos. Además, ella busca que aquel mundo está referido plenamente a éste, esforzándose para que aquél sea lo más verdadero posible, incluso en contra de la fuerte tendencia que imponen nuestros sentimientos y emociones que son más afines a la seguridad de lo erróneo que al posible peligro de lo por conocer. Adicionalmente, ella construye un mundo unificado, ordenado y comprensible a partir de objetos que pertenecen a una realidad aparentemente desorganizada y caótica. La inteligencia consiste en hallar las relaciones más significativas de entre la caótica multiplicidad y mutabilidad propia del mundo real con el propósito de encontrar su orden y unidad y así poderlo dominar.


La conciencia


En una escala superior a la mente y por la intención reflexionada una persona estructura indeleblemente la conciencia como energía psíquica y genera un alma propia desmaterializada que subsiste a su muerte corpórea. Tal como la primigenia y la cuántica, esta energía es otro modo que tiene la misma para existir.  La conciencia posee tres unidades discretas: la mente, los sentimientos y la intención. Ella es el producto psíquico unificador que resulta de la estructuración de la cognición, la afectividad y la efectividad. La cognición aporta sensaciones, percepciones, imágenes, ideas y juicios. La afectividad produce pulsiones, emociones y sentimientos; y la efectividad genera conducta reactiva, instintiva y volitiva. Mientras la conciencia animal es sólo de lo otro, en el ser humano también lo es de sí. A través de su conciencia la persona unifica los diversos productos psíquicos que generan las funciones psicológicas del cerebro en combinación con la memoria, y se transforma en un todo unificado, armónico y equilibrado, con propósito y sentido. La conciencia, especialmente en sus escalas superiores de estructuración, es lo que confiere unidad y armonía al ser humano de modo análogo a como la cultura unifica el sentir, el pensar y el actuar de un pueblo. Una persona tiene unidad cuando tiene un propósito existencial que surge de la reflexión e intención.

Formalmente, la conciencia es la capacidad que posee un sujeto para adquirir la presencia de un objeto. Esta capacidad se refiere a la función de la subestructura cognitiva de la conciencia del sujeto; por tanto, en este caso y prescindiendo de sus otras funciones la conciencia se refiere principalmente a la cognición. La adquisición es el acto cognitivo. La presencia es una representación psíquica del objeto que se origina en las sensaciones que el sujeto recibe de este objeto y que estructura o elabora en percepciones, imágenes y conceptos. La presencia es la invasión del objeto en el campo de sensación del sujeto. Puesto que parte de las sensaciones es afectiva, la adquisición es también un acto afectivo, en que la presencia del objeto genera emociones y sentimientos. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto como causa de las sensaciones del sujeto, pudiendo ser partes de estructuras, estructuras individuales o conjuntos de estructuras, tanto actualmente como surgidas de la memoria del sujeto.

Podemos distinguir tres tipos de pensamiento según sea su grado de funcionalidad. En primer término, cuando la conciencia llega a tener la capacidad para recombinar y sintetizar imágenes en ideas tan concretas que están estrechamente ligadas a las imágenes, hablamos de pensamiento instintivo o concreto. El pensamiento se hace lógico y ontológico cuando las ideas son más abstractas, pueden independizarse de sus imágenes y pueden relacionarse entre sí. En una escala superior, que corresponde a un pensamiento plenamente abstracto, las relaciones lógicas y ontológicas se efectúan con prescindencia de imágenes, y utiliza únicamente símbolos, como si representaran cosas. Esta estructuración lógica de sistemas de relaciones simbólicas, que no necesitan referencia a ningún tipo de representación de objetos concretos, constituye el pensamiento abstracto. La estructuración lógica y ontológica de las ideas posibilita el pensamiento y el lenguaje. La conciencia de sí es la emergencia del pensamiento reflexivo del sujeto sobre sí mismo, sus operaciones, sus intenciones y sus acciones.

En su función intelectual, la conciencia efectúa cuatro tipos de relaciones para construir un mundo conceptual. Éstas son la ontológica, la causal, la lógica y la metafísica. Por medio de la primera la mente, en su pensamiento abstracto, distingue aquello que asemeja una cosa con otra y aquello que las diferencia, llegando a definir una cosa por otras; en este tipo de relaciones existe un movimiento que va desde lo individual a lo universal. Pero las cosas también se relacionan causalmente en la naturaleza, llegando una cosa a existir por causa de otra; la mente puede llegar a conocer esta dependencia natural del efecto a su causa en tanto dependencia natural. También la mente puede ordenar en una relación lógica dos o más relaciones ontológicas y obtener una conclusión, en lo que llamamos pensamiento racional en un camino que va y viene entre lo particular y lo general. Por último, la mente descubre conceptos que pueden referirse a todas las cosas que conoce y busca comprender su significado último.

En la escala de las ideas parte de la función cognoscitiva consiste en relacionar las representaciones con símbolos. Estos pueden reemplazar las representaciones de imágenes, pudiéndose emplear tanto para pensar lógicamente como para comunicarse con los demás a través del lenguaje. El lenguaje es específicamente de las ideas que están asociadas a imágenes significantes, mientras que el pensamiento puede estar continuamente referido a imágenes reales a causa de la enorme funcionalidad del cerebro, como cuando uno piensa en la idea de triángulo y lo refiere a la imagen de un triángulo concreto.


El pensamiento abstracto


En el pensamiento se distingue el pensamiento lógico, que estructura relaciones del tipo si A es B y todo B es C, entonces A es C, y el pensamiento abstracto, que estructura todo un mundo conceptual, buscando ambos pensamientos representar la realidad que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. El pensamiento abstracto tiene dos funciones afines: producir la idea, y también generar la relación ontológica. Ahora veremos la primera función. Las ideas no se encuentran en la realidad sensible como si fueran cosas que allí existieran, sino que son construcciones de nuestra mente. En la construcción de ideas a partir de imágenes la abstracción es una función cognoscitiva de nuestra mente en la que ella realiza una serie de operaciones. Primero, consi­dera conjuntos de imágenes de objetos concretos. Segundo, los analiza separando partes o caracteres relevantes. Tercero, compara las partes. Cuarto, agrupa aquellas imágenes cuyas partes las tienen en común, ahora como unidades discretas. El  nuevo conjunto o estructura es la idea y es de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que, cuando piensa, está también imaginando, de modo que una idea no se piensa usualmente en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.

La nueva estructura que contiene las unidades discretas con caracteres comunes es una “esencia”. La esencia tiene una parte genérica, que es la estructura, y una parte específica, que es su propia función, por ejemplo, planeta con biosfera, tablero apoyado-en-patas, rumiante lechero, artefacto-volador autopropulsado. El hecho de que la esencia sea una característica propia del ente y no algo impuesto por el sujeto en forma arbitraria responde a tres razones. Primero, el funcionamiento de nuestras mentes es similar. Segundo, tenemos la capacidad para comunicarnos y compartir las mismas ideas o conceptos, traducidos a símbolos. Tercero, tanto la esencia como los caracteres que la conforman pertenecen a objetos de la realidad. La única dificultad radica en nuestra capacidad para efectivamente aprehender la esencia en forma precisa, completa y desprejuiciada.

El devenir en sí no es materia del pensamiento abstracto; éste tiene que ver con lo invariante. Si el universo múltiple y mutable nos es inteligible es porque en el devenir existen elementos invariantes. Existen cuatro categorías de elementos que permanecen relativamente estables e invariantes a través del cambio y/o que son medibles por escalas estables, conformando unidades comprensibles para nuestro conocimiento abstracto, el que se constituye sobre la base de unidades discretas invariantes. Éstas son la relación causal, el mecanismo de la relación causal, el proceso y el dinamismo. En primer lugar es la relación causal que se presenta como determinista y fundamento de la ley natural. Segundo es el mecanismo de la misma relación causal que depende, dentro de un sistema dado, de una disposición que podemos describir y analizar, puesto que sus componentes son invariantes en el sentido de que estructuran el sistema y confieren un determinado orden secuencial al proceso. Tercero es el proceso mismo que es invariante respecto a sus estados y, por tanto, también es ontológico. Cuarto es el mismo dinamismo de un proceso que es analizable y medible.



La relación ontológica



Además de producir ideas, la abstracción es también la capacidad de nuestra mente o intelecto para construir o estructurar relaciones ontológicas. Si la idea surge relacionando imágenes por lo que tienen en común, la relación ontológica se genera por la relación de ideas también por lo que tienen en común y su logro es una idea más universal. La palabra ontología proviene del griego y significa conocimiento de entes. Un ente es un ser, una cosa, pero en tanto es inteligible; es lo que produce la esencia, aquello de la cosa que está referido a nuestro conocimiento abstracto. Luego, un ente, por estar referido a nuestro intelecto, es un objeto. Entre la diversidad de cosas que experimentamos algunas de ellas tienen como esencia, por ejemplo, un tronco enraizado en el suelo que se proyecta hacia arriba en follaje. A tales cosas las podemos reunir en la idea “árbol”, siendo su esencia el ser un vegetal leñoso. Una relación ontológica termina por adquirir formalmente la estructura de una proposición o un juicio que contiene un sujeto y un predicado. Así, cuando advertimos que el follaje es verde, podemos decir “el árbol es verde”.

Existen dos escalas en las relaciones ontológicas. La escala inferior relaciona la imagen de objetos individuales concretos con la estructura ideática de la cual es una unidad discreta. Por ejemplo, mi vecino Juan es un hombre o Micifuz es mi gato. La escala superior de relación ontológica relaciona dicha estructura ideática con otras estructuras similares y obtiene una estructura conceptual de escala superior y de la cual las anteriores forman parte como sus unidades discretas. Además, para definir dicha estructura conceptual con precisión, le agrega su función específica, que la caracteriza y la diferencia de las otras unidades discretas. Por ejemplo, un hombre es un animal racional o un gato es un felino doméstico.

Una relación ontológica es una estructuración, a una escala inferior, de unidades discretas de representaciones de ideas de entes más concretos para producir una idea. En una escala superior, se estructura una unidad conceptual más abstracta que incluye solo ideas como sus unidades discretas. Puesto que incluye otros conceptos que la definen o la comprenden, se identifica naturalmente con una proposición. Una proposición es la relación ontológica explícita y asimétrica (la relación simétrica es una tautología) de dos o más conceptos o ideas. De esta relación, se puede obtener una proposición que puede ser altamente abstracta, en el sentido de llegar a no tener una referencia directa con algo concreto.

La relación ontológica se verifica sobre la base de la cantidad de entes. Su mecanismo tiene por objeto la obtención de las esencias, que son las unidades inteligibles, a partir de las ideas abstractas de una multiplicidad de objetos sensibles disímiles. Establece una mecánica que busca en los caracteres o propiedades inteligibles abstraídas de las representaciones ideáticas lo que tienen de común. En la perspectiva de lo más universal lo múltiple queda en el terreno de lo menos inteligible y de las matemáticas. También lo mutable deja de ser un carácter inteligible apenas se aumenta el grado de abstracción y la idea se hace más universal y permanente.

Para explicar la mecánica de la relación ontológica, es útil recurrir a la teoría de conjuntos de Georg Cantor (1845-1918), aunque su intención no haya sido referirse precisamente a esta relación. Allí los conjuntos pueden someterse a sólo dos tipos de operaciones distintas: la unión y la intersección. La unión de dos o más conjuntos constituye un nuevo conjunto que comprende todos los caracteres de los anteriores. La intersección de dos o más conjuntos es el nuevo conjunto que resulta de considerar sólo aquellos caracteres que se encuentran en los anteriores conjuntos en algún respecto.

La unión se identifica con la síntesis ontológica, en tanto que la intersección, con el análisis. Tanto la síntesis como el análisis tratan de estructuras y fuerzas, ya sea para relacionar aquellas de una misma escala y obtener otra de una escala superior que las comprenda, o para disociar los componentes de una estructura o de una fuerza y manejarlos separadamente. Cuando la operación es del intelecto, las genéricas síntesis y análisis se especifican en la unión y en la intersección de Cantor, respectivamente.

Una relación ontológica vincula tanto a los individuos por alguna de sus funciones como a las estructuras por algún aspecto o cualidad. Por ejemplo, un conjunto, es decir, una idea, puede contener individuos verdes o rojos y grandes o chicos. Se pueden establecer conjuntos de individuos o caracteres verdes, rojos, grandes y chicos. En este caso los conjuntos de colores con los de tamaños se interceptan. También el conjunto de elementos verdes y el conjunto de rojos pueden unirse en el conjunto de caracteres de color. Lo mismo puede ocurrir con el conjunto de caracteres grandes y el conjunto de caracteres chicos.

Refiriendo la teoría de conjuntos a la relación ontológica, en el caso de la unión las ideas de varios caracteres individuales o de varios conjuntos individuales pueden constituir la idea de un conjunto más universal. Por ejemplo, las ideas de gatos, loros, hormigas, hombres, cocodrilos pueden conformar la idea más universal de “animal”. Si la idea de gato la relacionamos con las de tigres, panteras, pumas, ocelotes y leones, obtenemos el conjunto de “felino” que es relativamente menos universal que el de animal pero más que el de gato.

En el caso de la intersección, la idea de un individuo, o de un conjunto particular, puede estar compuesta por dos o más ideas más universales. Por ejemplo, la idea individual de “gato” está compuesta por ideas más universales, como “felino” y “doméstico”, suponiendo, desde luego, que éstas sean los caracteres esenciales más significativos y distintivos de la idea de gato. Las ideas más universales se refieren a una mayor cantidad de entes que las menos universales. Pero cuando ocurre una intersección de ideas, es decir, cuando los géneros se especifican, en este caso, felino por doméstico y doméstico por felino, el conjunto resultante se restringe para designar a la totalidad de los individuos “gatos”. Adjetivando aún más una idea, como por ejemplo, la idea “gato” adjetivado con “negro de la tía Ana”, se puede llegar a lo individual y concreto, en este caso, al ‘gato negro de la tía Ana’.

No debemos confundir la naturaleza de las ideas con la naturaleza de las cosas, de las cuales construimos imágenes. En las cosas existen estructuras que son unidades discretas de estructuras de escalas superiores y están compuestas por estructuras de escalas inferiores que son sus propias unidades discretas. Por ejemplo, el aparejo de un buque a vela está compuesto por la arboladura, la jarcia y las velas. La arboladura es el conjunto de palos y vergas, la jarcia es el conjunto de todos los cabos y las velas es el conjunto de los paños de lona rebordeado por la relinga y que se larga en la arboladura y estayes. Por su parte, el aparejo es, como el casco, parte del buque.

De modo similar a la relación ontológica que puede especificarse, una acción, esto es, un verbo, puede especificarse relacionándola con una o más ideas que denominamos adverbios.

Mediante operaciones de unión de conjuntos podemos avanzar hacia lo universal. Mediante operaciones de intersección de conjuntos podemos retroceder hacia lo individual. Por ejemplo, entre el Félix individuo y el ser universal puede mediar una cantidad de relaciones válidas: Félix es un gato; Félix es un felino; Félix es un mamífero; Félix es un animal; Félix es un ser viviente; Félix es un ser. En cada paso el predicado se hace más extensivo, abarcando más unidades, hasta identificarse con el universo. De igual modo, son válidas las relaciones entre términos intermedios. Por ejemplo, un gato es un felino; un mamífero es un animal; un felino es un ser, etc.

Lo singular no es cognoscible como idea, sino como imagen, pues no es susceptible de ninguna operación. Las cosas, como entes, pueden ser conocidas conceptualmente en toda relación ontológica únicamente por referencia a otros entes, y no en sí mismas. En sí mismas nos aparecen como imágenes. Naturalmente, aquello que sirve de referencia y que comparte con otros entes es su pertenencia a una estructura de escala superior y a su funcionalidad distintiva.

Relacionar las cosas en forma ontológica es una capacidad intelectual que poseemos naturalmente. La filosofía se puede definir como el tratamiento de las relaciones (ontológicas) entre las cosas por lo que son en sí (los ‘qué son’), más que por sus manifestaciones o funciones (los ‘cómo son’).



La relación causal



Para la ciencia aquello que caracteriza el conocimiento objetivo del universo es precisamente lo mutable y lo múltiple. Ambos se encuentran en los cambios, mecanismos, procesos y funciones que la ciencia observa en los fenómenos, es decir, la causalidad entre las cosas. La causalidad es aquello que explica precisamente la realidad del universo. La certeza del conocimiento científico es el premio al esfuerzo de muchos hombres a través de muchos años que avanzan con pasos tentativos, fortuitos e inspirados.

La ciencia ha podido afirmar que la realidad no es caótica, sino que su comportamiento está regido por leyes naturales que valen para todo el universo, y su tarea es descubrirlas, como concluir que las manzanas que se desprenden de los manzanos siempre caen verticalmente al suelo. Newton descubrió además que la fuerza que hace caer las manzanas al suelo es la misma que hace que la Luna gire en torno a la Tierra, revelando entonces la ley de gravedad. La ciencia comprende adicionalmente que la fuerza tiene una forma específica de actuar y de ser funcional, dependiendo de la configuración de la estructura. Las campanas tañen una nota determinada cuando se las golpea con el badilejo. El funcionamiento que surge de la interacción de fuerzas y estructuras está determinado por leyes naturales que son posibles de ser conocidas.

La acción de las fuerzas entre las estructuras se da de modo de relaciones causales. Estas son, por lo tanto, datos de la realidad, y no elaboraciones mentales, como lo es la relación ontológica. La relación causal es una relación inteligible que no la efectuamos en nuestra mente, pero que la comprendemos. Las relaciones causales dependen de las leyes naturales. Éstas no son prescriptivas, sino que descriptivas, es decir, describen la forma cómo la naturaleza funciona. El conocimiento científico se basa en el método empírico que busca conocer con certeza cómo opera la causalidad en cada caso.

Lo que más caracteriza a la realidad es el cambio de las cosas que la componen. Las cosas surgen, desaparecen y se van modificando mientras existen. Pero el cambio se da según ciertas regularidades determinadas de acuerdo a la causalidad. En el cambio interviene la relación de causa y efecto o, en corto, de la relación causal. En ésta se da una causa que se vincula con su efecto. Por ejemplo, cuando la llama del fuego, que es la causa, se aplica a un caldero, al cabo de un tiempo el agua que contiene comienza a calentarse hasta la temperatura de ebullición, que es el efecto.

La realidad posee un modo de funcionamiento que únicamente los seres humanos podemos llegar a conocer en forma abstracta y derivar una ley que se aplica a todas las relaciones causales del mismo tipo. Esta capacidad la obtenemos principalmente por la observación y su verificación empírica al reproducir a voluntad el fenómeno. Logramos certeza absoluta sólo cuando comprendemos el mecanismo de la relación causal y superamos la inducción, que no conlleva necesidad. Podemos aseverar con absoluta certeza que un átomo de oxígeno se une a dos átomos de hidrógeno en una reacción exotérmica para formar una molécula de agua cuando entendemos que el átomo de oxígeno comparte los electrones de los átomos de hidrógeno.

Las relaciones causales dependen de leyes que son posibles de conocer si previamente analizamos sus componentes para entender el “cómo” de aquello que los une. La verdad de una relación causal depende de que el análisis que efectuamos de sus términos esté completo. La seguridad de que el Sol saldrá al amanecer no proviene de una conclusión inductiva de observar el mismo fenómeno por miles de años, sino que proviene del conocimiento del modo de funcionamiento del sistema solar, el cual nosotros hemos llegado a conocer tras conectar muchas causas con sus efectos a través de efectuar muchas observaciones, elaborar cantidades de hipótesis y modelos, y realizar las respectivas verificaciones, como que la Tierra es redonda, hasta llegar a la teoría que explica la estructura y la fuerza del sistema solar, en que uno de sus fenómenos es el hecho de que el Sol sale diariamente a una hora determinada para cada día de año y para cada lugar de la superficie terrestre establecido por sus coordenadas longitudinales.

Este tipo de conocimiento es verdaderamente empírico y práctico y también lo efectúan instintivamente los animales en una escala más simple y directa, que es mediante el tanteo de ensayo y error. A diferencia de nosotros, que ontologizamos la relación causal, ellos la ritualizan para incorporarla a su conocimiento instintivo. Los seres humanos analizamos los componentes integrantes de la relación causal de manera ontológica y entendemos la ley de su conexión para concluir que una idea puede ser definida propiamente por su función. La luz ilumina. Además, conociendo la ley natural de una relación causal podemos deducir la causa al conocer un efecto. Si observamos que el suelo está mojado al salir de casa por la mañana, podemos deducir que llovió durante la noche.

En la realidad podemos distinguir dos tipos de relaciones causales según a qué coordenada estén referidas. Uno de ellos es el suceso temporal. Por éste percibimos un tránsito de un estado a otro. El agua pasa de un estado líquido a uno gaseoso en un tiempo según el calor aplicado. El otro tipo es el que relaciona espacialmente una cosa con otra. El agua líquida está en un recipiente y el agua gaseosa está fuera. Pero ambos tipos de relaciones están estrechamente ligados, pues todo acontecimiento en el universo ocurre referido al conjunto de las cuatro coordenadas espacio-temporales. El conjunto de ambos tipos de relaciones lo podemos denominar relación causal.

El conocimiento de una ley corresponde a un esfuerzo sintético, en una escala superior, de considerar determinadas hipótesis que explican relaciones causales. De ahí que mediante el conocimiento de una ley se pueda inferir con absoluta certeza uno de los términos del acontecimiento causal cuando se conoce el otro. Si el análisis se refiere a separar las unidades discretas de una estructura funcional para estudiarlas por separado y determinar sus funcionalidades, la síntesis es ese proceso mental por el cual entendemos las relaciones existentes entre un número de cosas en tanto unidades discretas de una estructura.

Un conjunto de leyes puede llegar a estructurarse en una teoría que explique el comportamiento de sistemas, los cuales contienen un número de fenómenos y relaciones causales distintas. Las teorías intentan explicar las regularidades que se dan en los sistemas. Interpretan un conjunto de fenómenos como manifestaciones de estructuras y fuerzas determinadas según las leyes que se presume que los regulan. Luego, una teoría caracteriza un conjunto de fuerzas y estructuras indicando la funcionalidad específica. Una teoría puede llegar a explicar lo que observa y experimenta mediante supuestos teóricos que no pueden ser observados ni medidos directamente. Para ello se recurre a modelos.

Una teoría es un sistema cognoscitivo-comprensivo de estructura lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos argumentos o proposiciones son leyes naturales formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un modelo científico coherente y consistente que explique, interprete, unifique, profundice un conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones causales observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría sirve para distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos, observaciones, experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la realidad; 2º ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º hacer predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de una teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.

Tanto las hipótesis como las teorías científicas no se derivan de los hechos observados, sino que se inventan o se proponen precisamente para dar cuenta de ellos. El traslado de los datos empíricos a la teoría no lo consigue un proceso mecánico lógico, ya sea inductivo o deductivo. La deducción no proporciona un procedimiento mecánico para señalar un camino, indicando una determinada proposición científica como una conclusión derivada de premisas. Las reglas de deducción sólo sirven como criterios de validez de las argumentaciones que se ofrecen como pruebas. Tampoco existen reglas de inducción que se puedan aplicar y que sirvan para derivar o inferir mecánicamente hipótesis o teorías a partir de datos empíricos. Una proposición hipotética o teórica es un intento de una inteligencia creativa para explicar una relación causal o para interpretar un conjunto de fenómenos. La objetividad científica de una hipótesis o una teoría se consigue únicamente a través de la verificación experimental. Una hipótesis o una teoría, pueden ser incorporadas al cuerpo del conocimiento científico aceptado si resiste la revisión crítica de la comprobación mediante una cuidadosa observación y experimentación y también mediante el entendimiento del funcionamiento de las relaciones causales.

La ciencia no sólo estudia las relaciones causales para llegar a la ley de su conexión. Sobre todo, se interesa por los sistemas. Éstos son el conjunto de relaciones causales de procesos específicos que operan en un ámbito dado. El ejemplo del agua que hierve es un verdadero sistema si se considera desde la tasa de combustión del combustible que produce llama, su oxidación, su poder calorífico, la temperatura que alcanza la llama, su eficiencia en calentar agua, la presión atmosférica, la temperatura ambiente, etc.

La relación causal es diferente de la relación ontológica en cuanto que los términos de la primera están unidos por verbos transitivos, los cuales siempre están referidos a la acción de fuerzas. En cambio, los términos de la segunda están unidos por la cópula de identidad del verbo ser. En el primer caso, el conocimiento es acerca del cambio; en el segundo caso, de la esencia. Sin embargo, la relación causal misma puede llegar a estructurarse como concepto o proposición abstracta y constituir una relación ontológica, como se analizará un poco más adelante. De ahí que la esencia de algo puede no sólo incluir lo mutable y lo múltiple, sino también su origen o su función.

En la relación causal la cosa se define por su función. Ello es posible porque tanto lo múltiple como lo mutable son cuantificables. Lo múltiple está, por definición, referido a la cantidad, objeto de la relación ontológica. En cambio, lo mutable, que está referido al tiempo y al espacio, debe cuantificarse para hacerse inteligible ontológicamente; también, tanto el espacio como el tiempo son cuantificables. De este modo, lo mutable es también objeto de la relación ontológica. Esta comprensión del relacionar ambas relaciones es fundamental para trascender la filosofía del ser y llegar a la filosofía de la complementariedad de la estructura y la fuerza. 

La conclusión que se impone es de gran importancia para la epistemología: “la relación causal se hace ontológica con el conocimiento de la ley de su conexión”. Por ejemplo, la relación causal “el agua bulle a los 100° C a nivel del mar” puede transformarse en la relación ontológica “la temperatura de ebullición del agua a nivel del mar es de 100° C”. “El viento mueve la hoja” se transforma en “el movimiento de la hoja es efecto del viento”. La definición de un concepto por medio de otro, que es en lo que consiste la relación ontológica, puede generarse transformando la definición desde algo funcional a algo ontológico.

La posibilidad natural de incluir la relación causal en la ontológica es epistemológicamente importante, pues permite afirmar la correspondencia entre un ente y la realidad, y asentar la objetividad de nuestro conocimiento. Esta adquiere mayor certeza cuando a la relación causal se aplica el método científico. En el proceso de la correlación entre ambos tipos de relaciones epistemológicas se puede llegar a alcanzar niveles teóricos y abstractos muy profundos y complejos. También la posibilidad de incluir la relación causal en la ontológica es importante para la lógica, pues las proposiciones lógicas que participan en las premisas son verdaderas relaciones ontológicas. De este modo, si una de ellas es una relación causal con valor de ley natural, se puede obtener una conclusión con valor trascendental.



La relación lógica



El hecho de que los seres humanos podamos razonar de manera lógica se debe a que nuestro cerebro ha evolucionado para responder justamente al modo de funcionamiento del universo. La evolución biológica ha estado tras la estructuración del cerebro, máxima adaptación orgánica para responder eficientemente al medio externo. Si el funcionamiento del universo tuviera una lógica distinta a la de nuestro pensamiento racional, ya hubiéramos perecido como especie. La razón humana es la llave que abre la realidad al conocimiento.

La mente humana tiene la capacidad para relacionar lógicamente las relaciones ontológicas y las relaciones causales ontologizadas y deducir verdades que no estaban contenidas en estas relaciones. Podemos organizar las relaciones ontológicas del pensamiento abstracto, que formalmente se estructuran como proposiciones compuestas por un sujeto y un predicado unidos por una cópula para generar un tipo de conocimiento nuevo, expresado en la conclusión lógica. Este tipo de conocimiento lo denominaremos relación lógica y pertenece al pensamiento lógico o racional para distinguirlo del pensamiento abstracto. El pensamiento racional es naturalmente posterior al pensamiento abstracto, pues requiere ya de la existencia de relaciones ontológicas para poder procesarlas racionalmente.

La lógica se preocupa de que las relaciones de proposiciones se hagan de manera correcta, es decir, coherente. No se preocupa de la veracidad o falsedad de las proposiciones en sí, es decir, de su consistencia, pues la veracidad o falsedad son cualidades de las mismas proposiciones en cuanto relaciones ontológicas. La validez de un argumento no garantiza la veracidad de la conclusión. Para que una conclusión sea verdadera se requiere que sus premisas sean verdaderas.

El movimiento de la lógica se desarrolla dentro de una misma escala, pues las proposiciones que compara deben ser equivalentes. Se diferencia de la relación ontológica que por medio de la unión y la intersección salta de escalas, tanto las premisas como la conclusión pertenecen a la misma escala. En la relación lógica el tránsito a lo largo del eje deductivo-inductivo tiene doble sentido: existe la posibilidad tanto de partir desde lo particular hacia lo general como de hacer el camino inverso.

La lógica no trata con percepciones, imágenes ni conceptos, sino únicamente con proposiciones compuestas por conceptos que se relacionan entre sí como sujeto y predicado, que en la lógica se llaman juicios o premisas. La lógica simbólica, que reemplaza estos conceptos y proposiciones por enunciados puramente simbólicos, es válida. Un concepto puede ser simbolizado y el símbolo puede ser manejado de manera lógica, desvinculado completamente de su significado, esto es, de su relación con el concepto. Las matemáticas, que utiliza los números para simbolizar la cantidad, dependen de la lógica. Así como es propio de la inteligencia abstracta estructurar conceptos a partir de imágenes o de ideas más concretas y particulares, la inteligencia racional o lógica puede simbolizar los conceptos.

La mente humana tiene la capacidad para transformar las representaciones abstractas en símbolos y estructurarlas en relaciones lógicas para procesarlas. Sólo el intelecto humano puede otorgar un símbolo convencional significativo y válido a un concepto o término ontológico. La explicación es que si bien se trata de una simple vinculación de un símbolo con un concepto, como en el caso del lenguaje, el concepto se refiere a una esencia que en un sujeto humano constituye una compleja estructura psíquica.

El pensamiento racional de la relación lógica y el pensamiento abstracto de la relación ontológica son un solo pensamiento con dos estados que se afectan mutua y continuamente. Los contenidos del pensamiento lógico son continuamente modificados por la actividad del pensamiento abstracto y las conclusiones lógicas son constantemente incorporadas al pensamiento abstracto. La diversidad de pensamientos es unificada en la conciencia personal.

Aquello que nos caracteriza como seres humanos es, no obstante, la capacidad para formular problemas. La resolución de un problema está en su planteamiento. Si no tenemos conciencia de la existencia de problemas, tal vez viviríamos contentos, pero de manera alguna seríamos sabios. La sabiduría humana proviene de no sólo observar una dificultad, sino que de concebirla, imaginarla, preverla. En su mente un ser humano plantea el problema y, al hacerlo, se encamina a una solución. Esta capacidad de plantear y formular es la emisión de juicios, proposiciones e hipótesis. Para llegar a una solución, deberá relacionarlos racionalmente, verificarlos empíricamente o, simplemente, como los demás animales, recurrir al método del ensayo y error. Una mayor comprensión de las cosas, la obtiene formulando proposiciones aún más complejas y relacionándolas entre sí lógicamente.

En la lógica clásica se distinguen concepto, juicio o proposición y raciocinio. Las relaciones ontológicas son propiamente los conceptos. Éstos son la unidad fundamental que corresponde a la esencia. El juicio o proposición es la unión de dos conceptos, como sujeto y predicado, por una cópula. Una relación ontológica o una relación causal ontologizada constituyen premisas y conclusión cuando, en su calidad de unidades discretas de la estructura lógica, son operados por la mecánica lógica o raciocinio. La lógica es la relación mecánica entre premisas para obtener otra proposición, llamada conclusión, que es nueva. La conclusión lógica es un conocimiento válido que no proviene directamente de nuestra experiencia.

Para asegurar la validez del raciocinio las proposiciones se rigen por tres principios de la lógica, los que fueron establecidos por Aristóteles (384 a. C. -322 a. C.). Estos principios se presuponen en todo pensamiento y discurso humano. Además pueden ser usados como reglas de inferencia en la deducción lógica de proposiciones. Ellos son: El principio de identidad: todo A es A. El principio de no contradicción: nada puede ser A y no A. El principio del tercero excluido: todo es A o no A. Posteriormente, G. W. Leibniz (1646-1716) propuso un cuarto principio, el de razón suficiente, que pertenece más a la metafísica que a la lógica formal. Estos principios son fundamentales, porque si no fueran verdaderos, ninguna otra verdad podría ser pensada o formulada. Tienen que ver con todas las cosas, relaciones y atributos en el universo. De ellos se puede deducir además que si una proposición es verdadera, entonces es verdadera; ninguna proposición es tanto verdadera como no verdadera, y toda proposición es o verdadera o no verdadera.

La relación lógica pura es un proceso mecánico-inteligente mediante el cual, a partir de premisas, podemos obtener, más allá de lo que abstraemos o relacionamos ontológicamente, un conocimiento necesario aunque no necesariamente cierto, pues su certeza depende de la verdad de sus premisas. La lógica tiene que ver con la clasificación de los argumentos, no entre verdaderos o falsos, sino que entre correctos o incorrectos. Los términos válido e inválido se usan en lugar de correcto e incorrecto para caracterizar argumentos deductores. Este proceso es evidente por sí mismo, puesto que refleja la naturaleza tanto mutable como cuantificable del universo. Por ello se puede aplicar a todas las cosas y a sus propiedades. Por ejemplo, si A es B y todo B es C, entonces A es C; o también, si A > B y B > C, entonces A > C. Según Bertrand Russell (1872-1970), la forma general de inferencia puede ser expresada como sigue: “Si una cosa tiene cierta propiedad y toda cosa que tiene esta propiedad tiene otra propiedad, entonces la cosa en cuestión también tiene esa otra propiedad.”

El silogismo es una forma de raciocinio deductivo de la lógica clásica. Se compone de una premisa mayor, que es la que contiene el predicado de la conclusión, de una premisa menor, que es la que contiene el sujeto de la conclusión, y de la referida conclusión. Tanto las premisas como la conclusión son proposiciones y se encuentran en la misma escala. El ejemplo clásico de silogismo es el siguiente: “Sócrates es un hombre. Todos los hombres son mortales. Sócrates es mortal”. En este caso, la premisa mayor, que es aquella que contiene el predicado de la conclusión, “todos los hombres son mortales” es una relación causal. Y la premisa menor, que contiene el sujeto de la conclusión, “Sócrates es un hombre”, es una relación ontológica.

En la lógica se distingue la deducción y la inducción. En un argumento deductivo la conclusión debe seguir lógicamente de las premisas. Si las premisas del argumento son verdaderas, la conclusión debe ser verdadera. En la inducción, en cambio, las premisas proveen evidencia para la conclusión, pero no completa. Por más que las premisas sean verdaderas, no proveen certeza en la conclusión, sino sólo probabilidad.

El conocimiento de una proposición particular a partir de una proposición general utiliza el método deductivo. A la inversa, una proposición general se puede inferir de proposiciones particulares mediante el método inductivo. El primer método fue propuesto por Aristóteles en su Organon. Casi dos mil años después, en 1620, Francis Bacon (1561-1626) publicó su New Organon, el cual contenía el segundo método de raciocinio. John Stuart Mill (1806-1873) ha sido llamado el padre de la lógica inductiva. En su A System of Logic, Rationative and Inductive, 1843, estableció las siguientes reglas para la técnica de la investigación cietífica: 1. Método de conveniencia: Si dos o más casos, en los que tiene lugar un fenómeno, tienen una única circunstancia común, ésta es causa o efecto de aquel fenómeno. 2. Método de distinción: Si dos casos contienen un fenómeno W siempre que se da la circunstancia A, y no lo contienen si A falta, W depende de A. 3. Método combinado de conveniencia y distinción: Si varios casos, en que está presente A, contienen un fenómeno W, y en otros casos, en que no está presente A, no contienen W. A es condición de W. 4. Método de los residuos: Si W depende de A = AK AL AM mediante la comprobación de las dependencias de AK y AL queda también averiguado en qué grado depende W de AM. 5. Método de las mutaciones paralelas: Si un fenómeno W cambia siempre que cambia otro fenómeno U, de modo que todo aumento o disminución de U va acompañado de un aumento o disminución de W, W depende de U.

Desde el punto de vista del conocimiento interesa que sea verdadero, esto es, que las conclusiones que se obtengan correspondan a la realidad objetiva. A este respecto, ambos métodos presentan sus propias insuficiencias. Tal como indicó David Hume (1711-1776), en su Investigación sobre el entendimiento humano, el método inductivo no garantiza la certeza absoluta de la conclusión. A pesar de la verdad que puedan contener las premisas y de la cantidad considerada, no cubren necesariamente la mayor cantidad de la conclusión si pretende la certeza con valor universal y necesario, pues siempre queda la posibilidad, aunque a veces remota, de que no se haya incluido una premisa distinta que contradiga la conclusión obtenida. Por ello, el método inductivo consigue tan sólo un mayor o menor grado de probabilidad de certeza.

En contra de Karl Popper (1904-1994), quien sostuvo que el conocimiento científico no puede justificarse positivamente de modo alguno, se puede señalar que la base de la certeza del conocimiento científico no se encuentra en el método lógico empleado, sino en nuestra capacidad cognoscitiva para comprender la relación causal. Una conclusión científica adquiere certeza absoluta cuando se llega a comprender exactamente el “por qué del cómo es” de la relación causal, pues la certeza absoluta de una conclusión científica no reside, como vimos más atrás, en el mayor número finito de casos considerados, sino específicamente en la complejidad inherente a toda relación causal. Basta que, por desconocimiento, un paso de la relación sea omitido para que se haga inaplicable a todos los fenómenos semejantes que requieran dicho paso para ser incluidos en la conclusión. “El agua bulle a los 100° C”. Esta conclusión es absolutamente cierta si se añade, entre otros factores, que, a esa temperatura, aquélla bulle, siempre que esté sometida a la presión de 1 atmósfera, que sea agua pura, que exista una fuente de calor, etc.

Las matemáticas son un caso especial de la lógica. Pertenecen a una estructura lógica cuyas unidades discretas son los números. Estos son símbolos que no son representaciones abstractas de cosas, como las ideas, sino que representan un atributo abstraído de éstas, que es la cantidad. El número simboliza la cantidad, y la cantidad es un atributo que poseen todas las cosas, ya sean estructuras o fuerzas. Incluso el espacio y el tiempo son cuantificables. Y ciertamente, todo es cuantificable porque es múltiple. Todo está compuesto de partes, forma parte de todos y coexiste con otros similares. La cantidad es abstraída de la multiplicidad natural de las cosas y es simbolizada desprovista de otros atributos.

La operación de abstraer la cantidad de las cosas no requiere la funcionalidad del pensamiento abstracto, puesto que la inteligencia de animales superiores (chimpancés, delfines) puede efectuarla. Pero la inteligencia humana puede desentrañar las leyes que operan en la naturaleza y hallar sus conexiones cuando la observa, deduciendo las relaciones causales y encontrando su constancia. La naturaleza no es errática, aunque en ella intervenga el azar y el indeterminismo. Ella se rige por leyes naturales inviolables donde cualquier alteración, como el milagro, no tiene cabida. La razón es una función de la inteligencia humana que surgió en el curso de la evolución justamente para comprender cómo opera la naturaleza. Fue una ventaja adaptativa que ha permitido al ser humano dominar la naturaleza.

Por ser la lógica de los números las matemáticas puede desligarse de lo inmediato, crear símbolos y operar lógicamente en ejercicios de matemáticas puras, llegando a generar realidades, como números primos, números irracionales y series numéricas. En consecuencia, las matemáticas no sólo se rigen por la lógica, sino que también describen la naturaleza, que es lo que los científicos de hecho hacen cuando recurren a las matemáticas.

Además de trabajar con sus dimensiones, las matemáticas son imprescindibles para relacionar entre sí realidades como movimiento, distancia, cambio, superficie, velocidad, volumen, aceleración, fuerza, presión, peso, tiempo, densidad, energía, caudal, calor, y otra cantidad de conceptos que describen el universo y sus cosas. La naturaleza es descrita por la relación entre dos o más de estos conceptos medibles y cuantificables. Por ejemplo, en el campo de la física, una superficie es un plano que considera dos dimensiones espaciales. El tiempo es la medida de la acción en una relación causal. La velocidad es el espacio que recorre una cosa en un tiempo. El caudal es el desplazamiento de un fluido a través de una sección en un tiempo. La presión es el peso que ejerce una cosa sobre una superficie. Una fuerza es el producto de un caudal y una presión, y así sucesivamente. Lo mismo es válido para otros campos y sus conceptos de la ciencia.

En un comienzo del desarrollo ontogenético el esfuerzo de abstracción del individuo es sólo parcial, y el número no puede ser separado de representaciones, como dedos o granos, y, por tanto, es difícil de someterlo a los procesos lógicos de las matemáticas. Sumar o restar dedos es fácil, es cosa de agregar o quitar dedos. Más difícil es extraer la raíz cuadrada de los dedos de una mano. Posteriormente, con la mayor capacidad de abstracción que induce la cultura las cantidades son separadas de toda representación y son simbolizadas por los números.

Los números se relacionan en la estructura matemática de manera lógica. Por ejemplo, 2 + 2 = 4, esto es, si 2 = 1 + 1, y 4 = 1 + 1 + 1 + 1, entonces 4 = 2 + 2. La importancia práctica de las matemáticas es que sus resultados lógicos son aplicables a la realidad en una especie de retorno hacia ella tras una permanencia como símbolos abstractos. Al ser relacionados lógicamente, los números, que pueden simbolizar cosas diversas de la realidad, producen nuevo conocimiento que no está implícito en los antecedentes. Además, las matemáticas proveen especial exactitud a sus conclusiones o resultados, lo que permite a la ciencia, que hace uso de ellas con profusión, un grado muy grande de certeza.

La lógica no sólo se aplica a las cantidades, siendo las matemáticas un caso específico. Principalmente, la lógica nos es útil porque la empleamos permanentemente en las relaciones causales: el agua enfría los cuerpos calientes; un motor se calienta al funcionar; un motor se puede enfriar si se le agrega agua. Ocurre que el universo transcurre a través de una infinidad de relaciones causales, siendo nosotros mismos inicios y términos de relaciones causales que se verifican allí. Gracias a la relación lógica, podemos planificar y proyectarnos hacia el futuro.

La analogía, que es una relación de relaciones paralelas ontológicas o lógicas, es una manera corriente de pensamiento y comunicación y confiere mayor fuerza y un significado más emotivo o poético a lo que se expresa. La analogía hace uso de la lógica en dos escalas distintas, a modo de un pantógrafo. Pero su conclusión no tiene certeza, sino que es meramente descriptiva. Su equivalencia no está en la misma escala, sino que es proporcional.

Si de la relación lógica de proposiciones se obtiene nuevo conocimiento, de la relación analógica se obtienen descripciones y perspectivas indirectas de la realidad. La relación analógica se produce por la asociación de dos proposiciones equivalentes y proporcionales, pero de escalas distintas. Su estructura formal utiliza la conjunción “como” para unir dos proposiciones o relaciones ontológicas de distintas escalas. No puede someterse a la lógica, pero es una relación perfectamente legítima para describir las cosas que no podemos entender de otra manera. Un ejemplo de analogía, que Ernest Rutherford (1871-1937) utilizó, es "el electrón gira en torno al núcleo atómico como la Luna gira en torno a la Tierra" (descripción que fue posteriormente desvirtuada). La metáfora, en cambio, se produce por la asociación de dos términos que no están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos equivalentes se tornan significativos. En su estructura formal los términos de la relación son unidos por el adverbio “como”, como en los ejemplos: "dientes como perlas", "atrevido como león".

Para completar este análisis de las proposiciones, es conveniente establecer que las proposiciones que contienen algún contenido valórico se denominan juicios de valor. Entre éstos, podemos distinguir los juicios morales, que se refieren a las categorías de lo bueno y lo malo; los juicios éticos, que se refieren a las categorías de lo conveniente y lo inconveniente; los juicios estéticos, que se refieren a las categorías de lo bello y lo feo; los juicios legales, que se refieren a las categorías de lo inocente y lo culpable; los juicios jurídicos, que se refieren a las categorías de lo justo y lo injusto; etc. El valor inherente a estos juicios les confiere un grado de subjetividad que los margina de las relaciones ontológicas objetivas. Los únicos juicios objetivos son aquéllos que se refieren a las categorías de lo verdadero y lo falso.



La relación metafísica



La metafísica se erige sobre la realidad que es interpretada por las relaciones ontológicas más abstractas posibles, apoyada por relaciones causales y, desde luego, subordinada a las relaciones lógicas más rigurosas. Para dar respuesta al "por qué de los porqués", se debe combinar los dos mecanismos epistemológicos primarios –la relación ontológica y la relación causal– junto con el mecanismo secundario de la relación lógica, es posible obtener un conocimiento unificado del universo. Así, debe formularse un fundamento teórico y abstracto que debe ser crítico, es decir, debe responder plenamente a la realidad. Debe contener relaciones causales pertinentes que aporten certeza. Las relaciones lógicas deben estar desprovistas de errores.  Preguntas como ¿qué es la vida?, ¿qué es el universo? o ¿qué es el ser? Deben ser respondidas en forma objetiva y a posteriori.

La palabra “metafísica”, en el sentido aristotélico, se usará como el ámbito de expresión más abstracto y sobre todo más trascendental de la filosofía. Su función específica es el conocimiento que se puede obtener (particularmente a partir de las conclusiones de la ciencia), pero llevado por un punto de vista filosófico a una escala más abstracta, necesaria y universal, en una máxima conceptualización de la realidad. El punto crítico de la metafísica es hallar una idea tan trascendental, por lo universal y necesaria, que pueda explicar la totalidad del universo y sus cosas. Si fuera imposible este anhelo, entonces caeríamos en un relativismo insustancial. Mediante el realismo monista que nos convoca de hacer depender la filosofía de la ciencia, el conocimiento metafísico viene a identificarse con una teoría general del universo, esto es, con una única ley natural de carácter universal y necesario que rige todas las cosas, pero que no es evidente de forma inmediata.

El universo y sus cosas se nos presentan como caóticos. Aparece como un desorden de mutabilidad y multiplicidad, de cambio y diversidad sin sentido aparente. No obstante, en este caos nuestro intelecto persigue encontrar el orden, la unidad y la invariabilidad, buscando darle racionalidad. En este afán se presenta un primer problema. ¿Estas propiedades se encuentran en la razón o en el universo y sus cosas? La historia de la filosofía, y específicamente de la metafísica, tuvo justamente su comienzo con el primer intento intelectual para hacer inteligible la aparente confusión del mundo sensible. Pensamos que el orden y la unidad del universo y sus cosas están justamente en el universo y sus cosas, pudiendo la razón encontrar aquello que le confiere orden, unidad y permanencia.

Un segundo problema que se presenta para obtener racionalidad es si esta característica trascendental de todas las cosas es una sustancia, una fuerza o un atributo. Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.) propuso que dicha característica es una sustancia primitiva, de la cual todo se construye y que identificó con el agua. Otros amigos de la sabiduría presocráticos prosiguieron por la misma senda. Anaximandro (610-547 a. de C.) propuso el infinito (apeiron). Anaxímenes de Mileto (¿550?-480 a. de C.) supuso que es el aire. Empédocles (s. V a. de C.) atribuyó esta propiedad a cuatro raíces: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Pitágoras (¿580-500? a. de C.) pensó que es el número. El mencionado Anaxágoras, por su parte, creyó que el principio ordenador del universo es una fuerza que la asemejó a una inteligencia (noús). Demócrito (s. V a. de C.) sugirió más bien que la característica de todas las cosas es un atributo que denominó átomo, aquello minúsculamente subsistente cuya identidad subsistiría después de todas las divisiones que se pudieran hacer a una sustancia. Heráclito (576-480 a. de C.) planteó otro atributo, el movimiento y el cambio (panta rei). Parménides (¿504-450? a. de C.) expuso que tal atributo debía ser simple, inmóvil e inmutable, llevando la discusión del atributo universal y necesario a escalas bastante más abstractas que sus predecesores. Posteriormente, Platón lo atribuyó a la Idea (ideai), que tiene existencia en un mundo no sensible. Aristóteles formuló la noción de que el ser de Parménides tiene la característica de ser el atributo de todas las cosas, y muchos filósofos posteriores siguieron sus pasos. Sin embargo, el problema es que de esta embriagadora idea no se puede avanzar más. La noción de “ser” tiene la virtud de referirse a todas las cosas, pero tiene el inconveniente que ella resulta ajena a las relaciones causales.

Muchas veces los científicos son también metafísicos. Al comienzo de la ciencia moderna Descartes expuso que la sustancia no es una sino que son dos muy distintas, la res cogitans, que es espiritual, y la res extensa, que es material. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) calculó que no es una sustancia, sino que la fuerza de la gravitación universal. En nuestra época, Alberto Einstein (1879-1955) propuso el continuo espacio-temporal como la sustancia de la que el universo estaría compuesto. Me gustaría proponer la idea que el principio fundamental del universo y de toda la realidad es la energía. Ella es primigenia porque es naturalmente anterior al universo. Ella es el fundamento de aquél. Esencialmente, la energía es la irradiación del poder de Dios. Entre muchos otros atributos ella es el principio activo de todo. Observemos que ella no debe ser pensada como un fluido, ya que no posee ni tiempo ni espacio y, siendo ella anterior a estos parámetros, no tiene ni volumen ni peso. Ella no es amorfa, sino que contiene los códigos por los cuales se puede convertir en las partículas fundamentales e intervenir en la evolución y complejificación de la materia a partir de dichas partículas. El primer principio de la termodinámica expone un muy relevante principio: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. En el universo ella (la energía cinética) está presente cuando un cuerpo o partícula inicia, cambia o detiene su movimiento. Ella realiza trabajo cuando es mayor que el nivel de energía del medio, que es de la entropía o el equilibrio. Su efectividad está relacionada con su intensidad y la funcionalidad del receptor. Para satisfacer las exigencias del universo ella era y sigue siendo infinita en relación a su expansión y su evolución. Ella no puede existir por sí misma y debe consecuentemente estar contenida o en dependencia de algo; en el universo ese algo es la materia y su transformación.

Ciertamente, podemos conocer “la cosa en sí” kantiana, pues si podemos conocer su función, también es posible conocer su principio. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el “por qué es” de todas las cosas. Digamos que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es funcional, es decir, es sujeto de fenómenos, porque es estructura y fuerza. Estos atributos existen porque anterior al universo existe la energía. En la sección “La mente” analizamos ya nuestra teoría de la complementariedad de la estructura y la fuerza, pudiéndose afirmar que la cosa en sí no es un ente inmutable y eterno. Todo ejercicio de fuerza produce cambio, aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad más científica.

Podemos sostener, en contra de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas y apriorísticas, sino a posteriori del determinismo del universo y de cómo funcionan todas las cosas. Así, por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del espacio y del tiempo, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuados por nuestro intelecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que tienen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el principio del actuar causal y predicar esta propiedad a todos los seres del universo. De este modo, la complementariedad estructura-fuerza es el atributo unificador, necesario y universal del universo y sus cosas. Surge como la explicación de todas las relaciones causales, comprende los principios constituyentes del universo y sus cosas, es a la vez el concepto de máxima abstracción de todas las relaciones ontológicas y tiene la misma extensión que el concepto de ser.

Existen dos órdenes de proposiciones trascendentales que lo seres humanos podemos conocer con absoluta verdad. Por trascendental debemos entender que son proposiciones necesarias y que son válidas para el universo entero. El primer orden pertenece a las leyes universales que llegamos a expresar y formular como proposiciones. Estas proposiciones surgen del modo de funcionar del universo y sus cosas y que podemos conocer a través de las relaciones causales. Por ejemplo, “la temperatura de ebullición del agua a presión atmosférica es de 100º Celsius”; “la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia”; “el agua son moléculas compuestas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno”. Con el explosivo avance científico hemos podido llegar a conocer incontables leyes universales.

El segundo orden pertenece a la metafísica. Estas proposiciones, cuya cantidad es escasa en comparación con el primero, surgen del modo de ser del universo y sus cosas y que podemos obtener a través de la abstracción de relaciones ontológicas en su máxima universalización. Una parte importante de estas relaciones ontológicas son necesariamente leyes universales. Por ejemplo, “el universo es primordialmente energía”, “todas las cosas del universo, incluido el mismo universo, son al mismo tiempo estructuras y fuerzas”; “desde el extremo de la escala de la partícula fundamental hasta el extremo de la escala universal del mismo universo todas las cosas están compuestas por estructuras de una escala inferior y forman parte de una estructura de escala superior”; “en razón a su capacidad intrínseca para ser causa o efecto toda estructura es funcional”.

Entre estos dos órdenes de proposiciones trascendentales existen diferencias. Por una parte, las proposiciones del primer orden provienen del conocimiento experimental de las relaciones causales, mientras las proposiciones metafísicas surgen de nuestra capacidad de abstracción y de nuestro mayor o menor conocimiento de la realidad. Por otra parte, la escala de una ley universal es siempre específica, mientras que la escala de una proposición metafísica ocurre en un ámbito abstracto y de conocimiento que considera todas las escalas. Esta particularidad es de capital importancia si pretendemos llegar a conocer el universo y su significación última.

Al parecer, nunca será suficiente resaltar la crucial importancia que tienen las proposiciones metafísicas en nuestra comprensión de la realidad. Podremos llegar a conocer muy bien cómo el universo y sus cosas funcionan a través del conocimiento de innumerables leyes naturales, pero este conocimiento queda irremediablemente corto para entender qué es el universo y sus cosas. Podremos dedicar muchos recursos y esfuerzos a desentrañar las relaciones causales que rigen el universo, y así mejorar indudablemente nuestras condiciones de supervivencia, pero si no efectuamos la compleja y difícil tarea de alcanzar relaciones ontológicas cada vez más abstractas y, por tanto, universales con gran sentido crítico de permanente referencia a la realidad, nuestra vida se desenvolverá sin rumbo definido, sumergida en el mito y en el relativismo.

La relación metafísica es la expresión más universal de las relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando principalmente el método empírico, trata de la universalización de la relación causal con el propósito de obtener la certeza absoluta, la metafísica trata de la universalización de las relaciones ontológicas con el propósito de conseguir la máxima conceptualización del universo en procura de la unidad de la verdad. Estas diferentes funciones es lo que distingue la metafísica de la ciencia.

En consecuencia, la primera condición de la relación metafísica que tenga un sentido verdadero es que la misma pregunta "¿por qué es?" que llega a formular surge del preguntarse ¿qué es? de la filosofía, y "¿cómo es?" y también "¿por qué del cómo es?" de la ciencia. La segunda condición es que la organización del conocimiento metafísico debe depender de parámetros ontológicos que provengan de las respuestas científicas establecidas y consolidadas en una estructura de conocimiento en una escala superior desde donde se abre la posibilidad de dar respuesta a la pregunta que formula la metafísica.

La importancia de situarse en la máxima escala posible de las relaciones ontológicas que es dable derivar de las relaciones causales y lógicas es doble. En primer lugar allí se puede obtener un conocimiento conceptualizado y unificado de un universo puramente real, en contraposición con el universo puramente ideal que encuentra el idealismo. También evita categorías inmateriales impuestas a fortiori, como forma, espíritu, etc. Por el contrario, lo múltiple y lo mutable, formulados por la ciencia en hipótesis, modelos y teorías para obtener las leyes que rigen el cambio, pueden adquirir un significado distinto cuando se los somete a relaciones ontológicas que incorporan las categorías de la complementariedad de la estructura y la fuerza, donde la causalidad del universo juega un rol esencial, en vez de la noción de ser, que en su inmutabilidad y unidad se vuelve hermética e ideal. Ello puede fundamentar la respuesta al ¿por qué es? universal, dándole su verdadera significación.

En segundo lugar, el discurso ubicado en la escala máxima de nuestro acercamiento cognoscitivo del universo es mucho más que el metalenguaje de un lenguaje. La identificación de las relaciones ontológicas en sus distintas escalas con lenguajes y metalenguajes pertenece a una concepción del ser puramente nominal, incapaz de articular representaciones trascendentales de las cosas objetivas y de otorgar al pensamiento primacía sobre el lenguaje. En efecto, el discurso metafísico contiene herramientas conceptuales suficientemente abstractas como para referirse a la totalidad del universo sin exclusión y de manera necesaria.

Los conceptos de la complementariedad estructura y fuerza, esto es, de la composición espacial de la estructura y su funcionalidad y de la unidad última de la fuerza y su accionar en el tiempo, son tan trascendentales como el concepto de ser, pero considerablemente más significativos que éste, pues representan a la constitución íntima y fundamental de todos los seres del universo. Así, lo trascendental en el universo es ciertamente la complementariedad de la fuerza y la estructura. Sin embargo, estas características provienen de los dos principios constitutivos del universo, que son también trascendentales y que podemos comprender. Estos son la materia y la energía. También las dimensiones que generan en su interacción, que son el tiempo y el espacio, son trascendentales. El tiempo mide la duración de un proceso, mientras que el espacio mide la extensión donde se verifica dicho proceso, y sabemos que absolutamente todo en el universo está continuamente cambiando dentro de procesos orgánicos. Adicionalmente, el interactuar mismo es trascendental, que es la relación de la causa y su efecto. Sobre todos estos trascendentales podemos tener conceptos, que son desde luego muy abstractos y que conforman nuestras relaciones metafísicas.

La respuesta a la pregunta “¿por qué es?” está comprendida gráficamente entre la abscisa de cantidad y la abscisa de constitución, funcionamiento y desarrollo, para llegar a la relación causal, puesto que está dirigida a estructurar sintéticamente tanto la universalidad de las leyes como la universalidad de las significaciones. Desde la perspectiva científica, la respuesta alcanza, primero, a la determinación del funcionamiento de las cosas, en respuesta a la formulación de hipótesis, para propender a través de modelos y teorías a la determinación de las leyes que rigen el funcionamiento de las cosas dentro de todo el ámbito del universo. Desde la perspectiva metafísica se llega a lo universal y necesario de las cosas en función de la complementariedad de la estructura y la fuerza.

Aunque lo múltiple y lo mutable puede ciertamente predicarse de la complejidad natural, lo que la caracteriza es la relación causal: el tipo de fuerza, la escala de la estructura, la amplitud del proceso. Ello exige del método científico un gran esfuerzo para penetrar en la incertidumbre de lo indeterminado, lo relativo y lo complejo. La revolución científica, que se propuso desentrañar de la realidad el ancestral caos, ha efectuado avances enormes desde Galileo. Uno de los propósitos de la ciencia es ordenar este aparente caos. Así, Linneo clasificó las especies del reino vegetal y del reino animal. Mendeliev hizo lo propio con los elementos químicos, estableciendo la tabla periódica. Los físicos atómicos todavía siguen clasificando partículas subatómicas y los astrónomos, estrellas y galaxias. Hasta el intrincado genoma humano ha sido clasificado. Otros de los propósitos de la ciencia es el entender cómo funcionan las cosas. En este objetivo Darwin develó el mecanismo de la evolución biológica, Bohr, la estructura atómica, Freud, el subconsciente, Watson y Crick, la doble hélice del ADN.

Descartes, en los albores de la ciencia, intuyendo la incertidumbre que había en ese campo del conocimiento, prefirió dar marcha atrás para refugiarse únicamente en la coordenada de la cantidad, de lo extenso, y dedicarse a buscar ideas claras y distintas, afirmando en primer lugar que el ser depende del pensar. Su esfuerzo concerniente a buscar la racionalidad del universo sigue siendo válido, a pesar de que en la actualidad sabemos que en medio de su gigantesco desarrollo la ciencia penetra cada vez más profundamente en lo complejo de la realidad. Sin embargo, para su comprensión cabal la realidad depende de la mayor escala de abstracción que podamos alcanzar en las relaciones ontológicas. Y en esta escala las ideas se tornan nuevamente en claras y distintas cuando introducimos los conceptos de estructura y fuerza.

Uno podría concluir que todo este gigantesco desarrollo científico, que resalta la relación causal como la explicación del acontecer, nos ha dado la sabiduría, mientras ha estado exterminando formalmente el mito. Sin embargo podemos observar que la gente sigue atada irremediablemente a su propia inveterada y arcaica cosmovisión. La razón es que la ciencia ha podido demostrar efectivamente que la realidad resultó no ser caótica, sino que muy compleja, siendo el caos sólo aparente. Pero al mismo tiempo, ella ha resultado ser incapaz para responder a las últimas cuestiones, aquellas más trascendentales para la existencia personal. De ahí que la metafísica esté llamada a recuperar el sitial que tuvo en los momentos de mayor clarividencia de la historia humana.

En resumen, la relación ontológica más universal de todas, que es de la escala de abstracción máxima y que es, por lo tanto, propiamente metafísica, debe estar firmemente asentada en las relaciones causales que provee la ciencia si se desea llegar a determinar la verdadera característica que hace de la multiplicidad y mutabilidad de la realidad tener racionalidad. Esta relación ontológica más universal debe referirse cabalmente al mundo real, y resulta ser falsa si contradice de alguna manera las relaciones causales que descubre la ciencia. Precisamente, el mundo real es un mundo de relaciones causales, y estas relaciones comprenden la materia y la energía, el tiempo y el espacio y, en último término, la estructura y la fuerza. En consecuencia, el problema que la metafísica debe resolver es ¿qué es lo trascendental que tienen todas las relaciones causales para que puedan ser representadas por una sola relación ontológica unificadora, aquélla de máxima abstracción?

Un problema adicional es si acaso nuestro intelecto abstracto y racional es el único instrumento que tenemos para encontrar el sentido de las cosas. Debemos pensar que si nuestra “conciencia de sí,” en su interacción con el universo, logra generar un conocimiento objetivo de la realidad, nuestra “conciencia profunda” puede conocer la realidad desde otra escala con una perspectiva misteriosa. Esta diferencia de escalas no se refiere al tipo de conocimiento, sino que se refiere al tipo de conciencia. De este modo, para la conciencia de sí, las relaciones ontológica, causal y lógica son tan fundamentales que la definen. En cambio, para la conciencia profunda, lo fundamental es la apertura humilde y sincera a lo misterioso de la realidad, principalmente de aquélla que transciende al universo. La verdad objetiva, objeto del conocimiento racional, es distinta de la verdad que surge en la conciencia profunda que se sustenta en una actitud humilde de fe.




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